10 septiembre, 2015

DEL EDÉN A CAÍN EN LAS MONTAÑAS DE SIRIA


            La palabra Edén suena muy bien. Suena a «paraíso» (palabra de origen persa), a placer, a ocio duradero, a querer estar allí o al menor perderse por allí un buen tiempo. Cuando vamos por la carretera todos hemos visto cómo las luces de neón nos prometen un «paraíso» hecho de pobreza humana, amasada con deseos de lívida eternidad que llevan este bíblico nombre. Somos así de pobres, poniendo esta palabra hermosa donde se la denigra. Esta palabra ha llegado a nosotros a través de la «historia sagrada», que nos explicaba cómo los «primeros padres» fueron colocados por Dios «en el jardín del Edén» (Gén 2,8). No quiero forzar los textos, diciendo lo que no dicen, pero de nuevo os propongo ir a Siria.
            Se me puede objetar que la Biblia no dice nada de Siria. ¡Evidentemente, pues el relato bíblico sobre el Edén se mueve en unos parámetros al margen del tiempo y del espacio! Sería un anacronismo infantil e imperdonable. Está hablando de unos orígenes no sujetos a límites humanos. Ahora bien, sabemos que los semitas, el pueblo hebreo para que nos entendamos, bucea en sus narraciones antiguas y coloristas, amasadas con el barro de los sabios de Babilonia que miran las estrellas, con la sabiduría agrícola de los habitantes de los fértiles terrenos «entrerríos» (Mesopotamia), con las respuestas a las preguntas que se hacen una y otra vez los creyentes: ¿de dónde venimos? ¿Quiénes son nuestros padres? ¿Por qué el mal es más fuerte que el bien? Los semitas no son filósofos al estilo de los griegos. Los semitas no usan palabras «gruesas», al estilo de «esencia», o «sustancia», o «ente», sino que lo explican todo sirviéndose de las narraciones tejidas, amasadas, engrosadas, pulidas y pulimentadas, de unos creyentes en Dios. Son verdaderas obras de arte, joyas de literatura, de sensibilidad y de teología.

            Pues bien, leyendo la Biblia (texto que pone por escrito estas hermosas tradiciones anteriores a ellos y que ellos leen con los ojos de Dios-Yahvéh), encontramos el siguiente texto: «Dios plantó un huerto en Edén y allí colocó al hombre que había formado (…). De Edén salía un río que regaba el huerto y que se partía en cuatro brazos: el Pisón, el Guijón, el Tigris y el Éufrates (Gén 2,8-14). Los geógrafos nos dicen que los dos grandes ríos que desembocan en el Golfo Pérsico, el Tigris y el Éufrates, junto a los cuales se originan y desarrollan las civilizaciones asirias y babilonias,  nacen en las montañas de la actual Siria. Más en concreto, en ese punto que hace estallar los límites geográficos donde se encuentran Turquía, Siria e Irak. Un lugar que todos lo reclaman y que no es de nadie, sino de sus habitantes.
            El «jardín del Edén», el paraíso perdido, nos lleva a las fuentes de los dos grandes ríos de nuestra civilización. No podemos «hacer fotografías» de este paraíso y ponerlas sobre el texto bíblico, como si quisiéramos atrapar en papel lo que es una verdad que sobrepasa los límites geográficos. Los doce primeros capítulos del libro del Génesis no son «ciencia histórica», no son «comprobables con GPS y con cámara de fotos». Nos hablan de nuestra verdad más profunda: nos dicen que nuestro origen, el de cada uno de los humanos, está en la tierra amasada por Dios, en la fragilidad del barro moldeado por los dedos amorosos de Dios. ¡Somos humanos, no divinos, pero somos «barro amado» sobre el que Dios insufló su espíritu, un espíritu de vida y de vida divina! (Gén 2,7). El Edén no es un lugar físico geográfico; menos aún mítico; es un lugar humano y teológico de encuentro del ser humano con Dios. La Biblia, visualmente, nos lleva a las montañas de Siria.

            Si seguimos leyendo el texto bíblico nos dice que el ser humano, varón y hembra, rompen con el designio de Dios; no aceptan su plan. No podemos ahora detenernos en este punto, que es esencial. De su descendencia nacerán Abel y Caín. Un hijo para construir y vivir en paz y armonía; un hijo que se morirá de la envidia por su hermano, que cultivará el odio en su corazón y que se atrapará en las redes de la violencia extrema. De nuevo nos preguntamos ¿un cuentecillo para niños? No, una verdad como un templo de grande. La Biblia no presenta una dualidad, dos fuerzas autónomas que se entrechocan; ese pensamiento es ajeno a la Biblia. La Biblia nos dice que el corazón del ser humano es capaz de lo mejor, pero que el corazón del ser humano puede ser atrapado por la ira, la venganza y la violencia. El cainismo no es un «movimiento» filosófico o social, o contracultural, pero sí que es una constante que encontramos en el día a día. No hay generación que no tenga su Caín. Pongámosle nombres: Hitler y Stalin destacan en el terrible y violento siglo XX. Los yihadistas que cortan cabezas y matan a familias enteras, hoy, en el año 2015, aquí entre nosotros.
            Las dos cosas nos remiten a Siria, al norte, a las montañas. De allí se extienden por todo el mundo occidental. Siria la llevamos en nuestro ADN occidental, porque nos han explicado (por lo menos hasta la generación pasada), que hubo un Edén y que entre los seres humanos hay «caínes». El Edén es tierra a recuperar, horizonte de futuro; nos dice que el mundo no es necesariamente malo, ni que Dios creó el mal. Caín nos recuerda que no podemos ser «blandamente blandos», que Abel murió por la violencia de su hermano. ¿Condenados al fracaso? La fe cristiana nos dice que no; que Jesús el Cristo murió para reconciliar, perdonando. Por eso, aún hoy, muchos cristianos siguen muriendo en Siria, perdonando a sus ejecutores, como nos mandó Jesús. De nuevo, Siria nos remite a nuestros orígenes.

Pedro Ignacio Fraile Yécora
10 de Septiembre de 2015