16 octubre, 2014

ELOGIO Y ELEGÍA DE LOS MISIONEROS


            El próximo domingo es el DOMUND. El próximo domingo también el papa Francisco beatifica en Roma al gran papa Pablo VI. ¿Tienen algo en común? Muchas cosas. La primera que se me ocurre, y de enorme importancia, es que Pablo VI nos regaló la «Evangelii Nuntiandi», o «La evangelización del mundo contemporáneo». Una exhortación apostólica firmada en Roma el día de la Inmaculada de 1975.

            La exhortación apostólica nos recuerda que ‘evangelizar constituye la dicha y vocación de la Iglesia, su identidad más profunda. La Iglesia existe para evangelizar’ (EN 14). La Iglesia es misionera, como el agua nos moja y el fuego nos quema. No tienen vida propia lo uno sin lo otro. No hay agua seca, ni fuego frío, ni iglesia callada.
         
   Los misioneros son por tanto, los «mejores» hijos de la Iglesia. No son los «mejores» a lo humano, entendiendo esto en que sean los que mejores calificaciones académicas obtuvieron en sus estudios, ni los que mejor predican, o los dotados con más «don de gentes». Son los «mejores» porque han entendido que su vida es anunciar el evangelio con palabras y con obras saltando las fronteras que ponemos las personas.

            ¿Os imagináis un misionero trazando límites o levantando vallas para que los otros no pasen o no lleguen? ¿Os imagináis un misionero diciendo a alguien que «no es de la comunidad»? ¿Os imagináis a un misionero diciendo a alguien que «no es digno»? ¿Os imagináis a un misionero poniendo condiciones para ayudar a alguien?
            Los misioneros son la «avanzadilla» del evangelio. Son la «primera fila» que va desbrozando el camino de lianas, espesuras y trampas, no solo naturales, sino las más difíciles, las espirituales.
            Los misioneros se van a la misión sin billete de vuelta. No saben si volverán, pero tampoco les importa, porque han encontrado otras familias. Muchos de ellos mueren incluso de forma violenta, como consecuencia de su tarea evangelizadora, pero lo saben. Hace poco conocí a un misionero ya mayor, de más de setenta y cinco años, que había estado condenado a muerte en dos ocasiones por los «paramilitares» de las repúblicas centroamericanas. Él se libró, sin saber aún por qué ni cómo; otros compañeros suyos murieron y están enterrados sin que aún se sepa dónde. Recuerdo a uno, de un pueblo pequeño de Aragón, que era seglar.
            Hay que escribir un «elogio del misionero», no para enaltecer su figura a lo humano, esto es, con estatuas o monumentos, o reconocimientos públicos con «cena de homenaje»; no. El «elogio del misionero» es decirles que no les olvidamos, que sus comunidades oran por ellos y les apoyan; que no han marchado a la misión por una locura transitoria, sino porque llevan el corazón mismo del evangelio.
            Hay que escribir el «elogio» y no la «elegía» triste de una tarea que se agota. Uno de los síntomas de que una comunidad está débil es la falta de misioneros. Una comunidad viva no escribe «elegías», sino «elogios alegres» porque el evangelio se difunde como un buen olor.
            Oremos al buen Dios por los misioneros, y pidamos al beato Pablo VI que su exhortación apostólica «Evangelii Nuntiandi» siga siendo motor luminoso para nuestras comunidades.

Pedro Ignacio Fraile Yécora
16 de Ocubre de 2014