14 enero, 2016

ECUMENISMO VERSUS NACIONALISMO


             A veces uno se pregunta si la humanidad avanza o retrocede. Que técnicamente avanza está fuera de dudas (a pesar de las consecuencias directas negativas en el medio ambiente, clima etc.). Lo que no está tan calo es que avancemos en «grandeza de espíritu».  Un ejemplo claro lo tenemos ante nuestros ojos: el avance de los nacionalismos y el retroceso del ecumenismo.
            El «ecumenismo» no es un término ni una idea moderna, sino que se remonta nada más y nada menos que a Alejandro Magno, que vivió y peleó cuatro siglos antes de Cristo. El soldado macedonio abandonó pronto su casa, con veintitrés años, y nunca regresó. A su muerte, con treinta y tres años (solo diez años más tarde), había extendido sus conquistas hasta la India. El preceptor de Alejandro había sido Aristóteles. Dicen que en las campañas militares Alejandro se hacía acompañar por un ejemplar de la Ilíada de Homero y por obras de Aristóteles. Dicho de otra forma, era un «intelectual» metido en el cuerpo de un feroz guerrero y de un inteligente estratega. Alejandro quería extender una concepción del mundo que se entendiera como una «casa». Casa en griego se dice «oîkos», y de ahí el concepto de «oikumene» (casa común), que da lugar al concepto moderno de «ecumenismo».   Alejandro sabía que con los ejércitos solo se conquistaba y se sometía, pero eso no era su proyecto; se hacía acompañar de arquitectos y urbanistas que diseñaban ciudades (todas las Alejandrías que hay en el mundo antiguo); se hacía acompañar por maestros que extendían la lengua griega, que pasó a ser la «lengua común» (koiné); no olvidemos que en la época de Jesús y de Pablo, la gente culta escribía en griego (¡el Nuevo Testamento está escrito en griego!). En cuestiones de fe estaba poco apegado a la de su pueblo; si bien le habían dicho que él mismo era fruto de la unión de su madre con una serpiente Pitón (mitología y esoterismo a partes iguales), no hizo ascos a la religión egipcia cuando fue a Egipto, ni a la babilónica cuando llegó al Éufrates. Alejandro fue un hombre universal, moderno, potente, sin miedo. Como diríamos hoy, «adelantado a su tiempo», solo que Alejando es de cuatro siglos antes de Cristo.
            Desde otra perspectiva, también mediterránea, siglos más tarde aparece en Roma un emperador con ínfulas universales, que respondía al nombre de Augusto. Tenía malas pulgas, pues pronto se quitaba a sus adversarios, consiguiendo quedarse él solo en el poder. Inició el «Imperio romano», antes era la «república». Consiguió extender la «pax romana» de occidente a oriente. Decimos bien, pues en Occidente podemos citar «Emérita Augusta» (la actual Mérida, en la actual Extremadura) y «Caesar Augusta» (la actual Zaragoza). No puedo menos que citar a Augusta Bilbilis (la actual Calatayud, cuyo nombre es árabe), en la «Hispania citerior» (al este de la «Hispania ulterior», pero una y otras «Hispania» según la nomenclatura del Imperio romano, esa palabra que les produce sarpullido a los más «puritanos nacionalistas»). Decimos que llegó a Oriente; ¿no recuerdan ese texto tan manido que dice que «en aquellos días apareció un decreto del Emperador Augusto ordenando que se empadronasen los habitantes del Imperio». El imperio llegaba hasta Jerusalén, y hasta Belén; la familia que se desplazó para empadronarse era José y María, que llevaba en sus entrañas a Jesús. Octavio soñó con un «mundo romano» que se extendiera por todo el «orbe» de la época, si bien luego la historia le puso sus límites y le aguó la fiesta. No habían aparecido aún los terribles invasores de las estepas asiáticas (hunos, mongoles, turcos etc.)
            Jesús de Nazaret tenía un pensamiento universal. No lo voy a desarrollar ahora; solo recordar una de sus frases paradigmáticas: ‘Vosotros no pretendáis que os llamen «Rabí», porque uno es vuestro Maestro, Cristo, y todos vosotros sois hermanos’ (Mt 23,8).
            En esta época antigua no era difícil pensar «en lo grande». San Pablo, que ya no es de la época de Augusto, sino de su sucesor, Tiberio, pero que pertenecía a este mundo «universal», predica un mensaje universal que hoy nos parece «extraño».  Dice que «ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). El particularismo provinciano, la diferenciación enfermiza, la separación por clases sociales, desaparecen ante la persona de Jesús, nos dice Pablo. Pablo entendió perfectamente el sentido «ecuménico» del evangelio, y se fue a predicar a sirios, cilicios, gálatas, griegos, macedonios, sicilianos, chipriotas y romanos. A España no sabemos si llegó, aunque dice que también quería venir a estas tierras de España. Lo siento mucho, pero en el Nuevo Testamento sale «España», dos veces, aunque a algunos les vuelva a salir el sarpullido.  El original griego dice «eis ten Spanían», y la traducción griega «in Hispaniam» (Rom 15, 24.28). San Pablo no preguntaba de qué país se trataba; se subía al barco, o se apuntaba a una caravana de viajeros… y recorría el «mundo», el «orbe», la «ekumene». Los papas en su bendición del comienzo del año la realizan «urbi et orbi» (para la ciudad y para el mundo). El evangelio es universal, es para todo el mundo.      
La Iglesia es universal «por fundación». En el acontecimiento de Pentecostés, cuando se derrama el Espíritu Santo, se dice que cubre con su fuerza y luz a todo el mundo civilizado conocido de aquella época: «partos, medos, elamitas, de Mesoptamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia…» (Hch 2,9-11).

         
   En esta civilización universal, ecuménica (dentro de poco celebraremos en la Iglesia la semana de oración por la unidad de los cristianos, con motivo de la conversión de san Pablo, el 25 de Enero, semana «ecuménica»), reaparecieron con el movimiento poético y político del «romanticismo», en el siglo XIX, todos los «nacionalismos»: en Italia, en Prusia, en Rusia, en Inglaterra, en España. Un aire de melancolía y de búsqueda de la identidad perdida recorrió el mundo: ¿quién soy? ¿Cuáles son mis orígenes? ¿Cuáles son mis mitos particulares, propios, que me distinguen de los demás? Los nacionalismos románticos se radicalizaron y se siguen radicalizando. Símbolos, banderas, tradiciones propias, ADN particular, diferenciación del otro, separación y exclusión del distinto. Se piden adeptos, y como si de una religión se tratara se aceptan conversiones (los conversos al nacionalismo, como en todas partes, son más radicales para ser aceptados, ya que por origen y en estricta justicia no tienen derecho a gozar de los privilegios de la «nación»). Se vuelven a escribir las «grandes historias» que narran las épocas gloriosas de donde procedemos; se añora un tiempo feliz (que nunca existió) y se anhela una libertad que solo la dará la «nación».
            El «ecumenismo» de Alejandro Magno; el «orbe» de Augusto; la universalidad de la hermandad en Jesús, la destrucción de las separaciones en Pablo… todo parece que sucumbe ante estas nuevas olas de «nacionalismos» emergentes y excluyentes. ¿De verdad que estamos avanzando o estamos retrocediendo?

Pedro Ignacio Fraile