27 mayo, 2015

PAPÁ, MAMÁ, HÁBLAME DE DIOS



            Voy a soñar con los ojos abiertos. Un niño de nuestros pueblos o ciudades, de estos comienzos del siglo XXI, acostumbrado a ver la tele, a tener una «tablet» para jugar, a ir al colegio con más de lo necesario, a tener en el frigorífico todo lo que le apetece y más, a usar un teléfono móvil de última generación… Este niño, digo, un día le dijo a su padre y a su madre: «papá, mamá, háblame de Dios».
            Lo que digo puede ser muy ingenuo, muy simple, muy enternecedor dicho por un hombre creyente que pasa la cincuentena. Pero hago esta pregunta: ¿quién habla hoy de Dios? ¿Alguna vez nos hemos propuesto hablar de Dios a nuestros hijos, sobrinos, nietos, sin que ellos nos preguntaran? ¿Sólo se puede hablar de Dios en un ámbito de catequesis o de celebración litúrgica? ¿Esperamos a que los niños nos pregunten, y si no nos preguntan, no les decimos nada?
            Puede haber varias razones. Una, la más corriente y probable, es que no sabríamos qué decir. Porque de Dios sólo habla bien Dios, y la persona que lo «conoce» porque lo vive desde muy dentro. De Dios no habla bien ni el teórico, ni el ideólogo, ni el profesional de la religión. Sólo el creyente que reza y ama sabe hablar bien de Dios.
            Otra razón, más elaborada, es la que repite la letra de aquella canción de hace unos años sobre la educación de los hijos que «cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y nuestro porvenir». Para el autor de esta letra, la transmisión de la fe sería algo así como «cargar con nuestra mochila a nuestros hijos, incluyendo los mitos, dioses, ritos…». ¿De verdad es eso «hablar de Dios»?
            Nunca han sido tiempos fáciles para la fe cristiana. Hace siglos porque bien otras confesiones religiosas (Islam preferentemente) se oponían con vigor, bien porque los ilustrados de cada momento oponían la «diosa razón» al Dios de Jesús. Los riesgos hoy vienen por otro sitio: no hablamos de Dios sencillamente porque no lo necesitamos (al menos eso creemos); o si lo necesitamos, queremos que sea un «ídolo» a nuestro uso y alcance, no soportamos al Dios personal que nos busca, nos habla y nos interpela.
Para algunos más «leídos» es una proyección de nuestros deseos y una solución para nuestros miedos atávicos; un producto de nuestra mente y una fuerza a la que hay que dominar. Pero ¿ese es el Dios cristiano? ¿Ese es el Dios que se revela en la Biblia? ¿Ese es el Padre de Jesucristo?
            La realidad es que Dios ha salido de nuestras vidas. Sea por desconocimiento, por no saber qué decir; sea por desinterés, porque no creemos que aporte nada creer en él, la realidad es que hoy no se le «ataca», en una especie de «ateísmo militante», sino que sencillamente se ignora. Por eso, en este domingo de la Santísima Trinidad podemos pensar: ¿en qué Dios creemos? ¿Nos atrevemos a hablar de Dios?


NOTAS PARA LA HOMILÍA

DIME CÓMO VIVES Y TE DIRÉ EN QUÉ DIOS CREES

            Dios forma parte de la esencia de cualquier «religión». «Religión» tiene que ver con «religación». No podemos decir lo mismo de cualquier experiencia espiritualista, pues nos podemos encontrar con personas inmersas en formas espiritistas o espiritualistas, pero que no creen en Dios o no viven en su presencia. Tres pasos en nuestra reflexión.
1. Saber «sobre» Dios. En una cultura que valora mucho el «saber», el tener «conocimientos», podemos preguntarnos qué sabemos sobre Dios; qué podemos decir sobre él. De la misma forma que podemos elaborar un discurso o ponencia sobre historia, política, sociedad, arte o psicología, también podemos articular una propuesta coherente sobre el problema de Dios y su misterio. Pero ¿es lo mismo tener conocimientos sobre Dios que creer en él?
2. Saborear a Dios. Cuando hablamos de Dios tenemos que recurrir necesariamente al mundo de la experiencia, propia y ajena. Nos faltan las palabras y aun sin querer usamos símbolos; no podemos ofrecer fotos ni dibujos de Dios y nos servimos de imágenes aproximativas a un misterio que nos envuelve y a la vez nos desborda.
Es una presencia y una realidad que, cuando se ha hecho vida, no se olvida, porque no es una «lección aprendida», sino una parte viva de lo que somos y sentimos. Por eso, más que «saber sobre Dios», lo que necesitamos es «saborear a Dios».
3. Confesar a Dios. La fe cristiana es confesante y a la vez es moral. El cristiano cree en Dios «en» la Iglesia y «con» toda la Iglesia, y a la vez se compromete en su día a día con la fe que profesa.
Para un cristiano, la fe que profesa en un Dios cercano e íntimo, misericordioso y compasivo, libertador y justo, la vive en su pequeño mundo. Dios es Padre de todos, es el Hijo amado revelado plenamente en Jesús, es el Espíritu vivificador y dador de vida.
Dios es comunidad que ama, y sólo se tiene acceso a Dios desde el amor. Sólo el que ama puede «saber» de Dios, «saborear a Dios» y vivir según la voluntad de Dios.

Pedro Ignacio Fraile Yécora

Domingo de la Santísima Trinidad 2015