12 noviembre, 2013

DIOS SE HA LESIONADO


 
            Me cae muy bien Messi. Me parece un hombre hábil, humilde, tímido. No le gusta provocar. Me podréis decir que qué pasa con el fraude a Hacienda. Es verdad; me parece que aún falta la sentencia. No entramos. Messi es un buen futbolista, quizás el mejor en muchos lustros. Pero es de «carne», es de «barro». La semana pasada un periódico deportivo (he quitado intencionadamente el nombre de la publicación para no tener problemas) jugaba con el nombre de Dios y con el número de su camiseta, el 10, y titulaba: «D10S ha vuelto». No ha pasado una semana y nos dicen todos los medios deportivos que «Messi se ha lesionado de cierta gravedad»; por lo menos, durante todo el año que resta, el 2013, no lo vamos a volver a ver dándole patadas a la pelota en un estadio de fútbol. Yo no he creado el titular. Me lo dan, y lo comento.

            Yo me pregunto: «Si D10S-Messi ha vuelto» y si «Messi se ha lesionado», entonces, ¡Dios se ha lesionado! Una vez más volvemos al «quid» de la cuestión: no se puede identificar impunemente a Dios con los dioses. Los «dioses», nos recuerda la Biblia en el sueño del rey Nabucodonosor (Dan 2,31-45), pueden estar hechos de oro y plata; pueden estar adornados con piedras preciosas; pero los dioses «tienen los pies de barro». Messi no es un Dios; tampoco creo que se crea ser un «ídolo»; no le pega. Messi es «un adamita», hecho de barro… ¡con aliento divino, como todos los hombres y mujeres creados!, como nos recuerda el libro del Génesis. Somos «barro enamorado», como dice el poeta, pero somos «de barro».

            Hace muchos años un buen hombre me dijo: «si el hombre no adora a Dios, acaba adorando lo que no es Dios; incluso a los animales». Es verdad. El ser humano tiene un corazón hecho para ilusionarse y soñar; para encandilarse y abrazar; para seguir y confesar; para defender e incluso para dar la vida por aquello que se quiere. El ser humano tiene un corazón hecho para adorar. Si no se adora a Dios se adorará una «bandera» (de un país, nación o partido); unos «colores» (de un equipo deportivo o de un partido político); un cantante, un líder político o espiritual, o un deportista. Por ellos se grita y se vocifera, se hacen viajes imposibles, se pagan cantidades astronómicas, se pasan noches y días en vela por una entrada, se llega a las manos o incluso a más… Y son diosecillos con pies de barro… ¡que se lesionan! ¡que se rompen! ¡que se mueren!

            Los ídolos tienen que alimentarse: no comen cualquier cosa ni viven en cualquier casa, ni se mueven como el resto de los mortales. Devoran bienes. Los pobres y desgraciados mileuristas quitan unos cuantos euros del sueldo para verlos en el estadio, o en los «conciertos» de cualquier lugar del mundo. No «ven» más allá de sus escuálidas economías con tal de tener lo último o de haber estado «allí» oyendo, cantando, tocando o rozando al ídolo. Es muy cara adorar a los ídolos.

            No aprendemos. Cada generación crea sus propios ídolos (empezando por la generación de Israel en el desierto, que ya se hizo su «becerro de oro») y nosotros, los sesudos y escépticos ciudadanos del siglo XXI, que como el protagonista de un poema machadiano había decidido «no creer en nada», nosotros… creamos nuestros ídolos y los adoramos.

            Volvamos a lo esencial. Sólo Dios es Dios. Sólo a Dios se puede adorar: «No adoréis a nadie más que a él», cantamos y creemos; creemos y cantamos. El corazón humano busca motivos para vivir y personas a quien seguir. Debemos, sin embargo, estar precavidos: Dios no se lesiona; Dios no se cansa; Dios no tiene que volver, porque no se va.

Pedro Ignacio Fraile Yécora

           12 Noviembre de 2013             

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