02 enero, 2014

COME SEI BELLA ROMA! - 'SI ME OLVIDO DE TI, JERUSALÉN'




            No se trata de hacer una competición a ver cuál de las dos es más bella; tienen hermosuras distintas; no se puede comparar la hermosura de un fiordo noruego con la inmensidad del desierto; son muy distintos y muy bellos. Los dos atrapan y seducen, pero no son rivales.
      
      No se trata de una competición de santidad. Roma es ciudad de oración, y de líos, y de grandes bacanales y orgías (también de sangre), desde la época romana y pasando por toda su dilatada historia. Jerusalén ha sido ciudad donde han rezado multisecularmente las tres religiones monoteístas y, a la vez, ciudad de violencias y tensiones permanentes.

            No se trata, por fin, de una competición en ‘cristiandad’. La una guarda el Sepulcro del Apóstol Pedro, y el de san Pablo. La otra, la «tumba vacía» de Cristo. El peregrino cristiano quiere hacer la ruta espiritual y carnal de los lugares de la fe. El peregrino cristiano acude al Santo Sepulcro de Jerusalén a cantar con toda la creación que la muerte ha sido vencida, que Cristo está vivo; el peregrino cristiano acude a Roma a venerar la tumba del martirio de Pedro, la piedra de la Iglesia, y la tumba de Pablo, el evangelizador. Roma es la tierra de los mártires cristianos: comenzando por Pedro crucificado boca abajo, para no morir como su señor Jesús; y Pablo decapitado, por ser ciudadano romano. Mártires seguidos por otros tantos cristianos que se negaron a renunciar a su fe, el Coliseo es lugar que rememora su fidelidad, confesando que «sólo a Dios adorarás, y sólo a él darás culto». Los violentos, vanidosos y endiosados emperadores de la gran Roma no soportaban que «un plebeyo cualquiera», incluso un esclavo o un niño, se atreviese a no adorarle a él. Es el triunfo de los débiles, que tanto molestaba a Nietzsche.
            Podemos, sin embargo, establecer líneas de continuidad en la historia y en el arte entre las dos ciudades. El general romano Pompeyo entró en Jerusalén el año 63 antes de Cristo; dicen que llegó al Templo y entró hasta el Sancta Sanctorum entre el espanto de los piadosos judíos que consideraban aquello como una profanación terrible. Pompeyo esperaba ver la estatua de un dios o diosa, y al ver que no había nada semejante, dijo con desprecio: «los judíos son ateos».
            Jesús murió siendo procurador romano un gestor aristócrata, de pocos escrúpulos y muchos resabios, llamado Poncio, que prefirió la muerte del inocente a enfrentarse a unos hombres, sacerdotes y piadosos judíos, que ni entendía ni apreciaba en absoluto. Pilato nunca supo que por aquel acto, para él insignificante, iba a pasar para siempre a la historia. Es más, iba a pasar al credo de la fe que recitan millones de cristianos: Jesús padeció y murió crucificado «bajo Poncio Pilato». ¡Es el único nombre de persona humana, quitando a Jesús, que está en el credo!
            El general Vespasiano, hombre de cuartel y batalla, hizo sus campañas por el oriente del mediterráneo, antes de ser nombrado Emperador por sus soldados y regresar a Roma para tomar posesión de su sede; le encomendó la pacificación iniciada a su hijo Tito, un general joven y novel, que ha pasado a la historia por ser quien conquistó Jerusalén y la entregó a las llamas; arrasó la ciudad y tiró piedra a piedra el Templo. Hasta el día de hoy los piadosos judíos hodiernos siguen lamentándose de la pérdida del Templo, el lugar donde residía la Gloria de Dios. El general Tito luego llegó a ser también él Emperador de Roma, pero en aquel momento de orgía destructora aún desconocía cuál sería su futuro. En los Foros Romanos, en el «Arco de Triunfo de Tito» aún se puede ver cómo los soldados romanos llevan en andas como trofeo de guerra la Menorah que alumbraba  en el Templo y que fue llevada, para siempre, a la ciudad del Tiber.
            Hay un episodio poco conocido. Un emperador romano, de origen hispano, llamado Adriano, quiso que desapareciera «para siempre» el nombre de Jerusalén: «¡Nunca más nadie pronuncie ese nombre fanático e ignominioso para un ciudadano culto y descreído de la gran Roma! La nueva ciudad llevará el nombre de «Helia Capitolina», porque su nuevo dios es el Sol (Helios) y está sometida a las leyes del Capitolio de Roma». Pobre Adriano, no sabía que sus sueños de emperador no podrían nunca con el susurro que recorre las calles de la vieja ciudad santa de Sión. Nunca existió en realidad «Helia Capitolina», porque todos los creyentes judíos y cristianos sabían que su nombre para siempre era, y es, el de Jerusalén. El salmista lo había anunciado: «Si me olvido de ti Jerusalén, que se me pegue la lengua al paladar, que se me paralice la mano derecha» (Sal 137,6).
            No podemos dejar a un lado a Constantino, el Emperador, el hijo de Santa Elena; el hombre que más pasiones ha levantado entre los estudiosos del cristianismo primitivo: «bellaco o noble», «felón o santo». Para unos es el culpable del giro que dio la cristiandad, pasando de ser la fe popular del campesino galileo, Jesús, a ser la religión oficial del Imperio, manipulándola para siempre, sin remedio. Para otros es quien posibilitó que el cristianismo no sólo tuviera carta de ciudadanía, sino que se perpetuara en el tiempo, aun aceptando que ha tenido que pagar, y sigue pagando, elevadísimos peajes a los ricos, poderosos e influyentes políticos de todos los tiempos.
            Pues bien, si en Jerusalén se habla del Santo Sepulcro Constantiniano (fundamento del actual edificio), y en Belén se puede aún ver restos del pavimento en mosaico de la Basílica edificada por él, en Roma también hay restos: unos debajo de la actual Basílica de san Pedro, otros debajo de la actual Basílica de san Pablo Extramuros. Los carteles rezan: «restos de la Basílica de Constantino, del siglo IV».
            Alguno de los lectores dirá, te queda algo muy importante: «la Scala santa, la Scala santa…». Hay una tradición que dice que en Roma, junto a San Juan de Letrán, se conserva la escalera del Pretorio, lugar de la condena a muerte de Jesús por parte de Pilato. Santa Elena, la madre del Emperador Constantino, la llevó a Roma. Los más piadosos, aún hoy, la siguen subiendo de rodillas. Como diría Cervantes al acabar su Quijote: «vale».
        
Roma es «bella». Roma tiene la belleza inquietante y seductora de las ciudades que van  invitándote a que pases de nuevo por cada una de sus callejas a la vez que te va diciendo: «no te empeñes, por mucho que me recorras, nunca terminarás de conocerme». Roma es seducción permanente.
           
 Jerusalén es «envolvente». Te envuelven los olores de las especias, los colores de los zocos, los gritos y cantos de las distintas confesiones religiosas: el imán que llama a la oración, las campanas del Santo Sepulcro, los cantos de los judíos en sus fiestas. Te envuelve la atmósfera de lo religioso. En Jerusalén descubres que el hombre «animal laico» no existe: el ser humano es rito y grito; es liturgia y pasión; es canto y silencio; es violencia en estado puro y es amor desbordante; es riqueza y miseria al mismo tiempo. Jerusalén no seduce con el encanto de Roma, pero te envuelve en su eterna sabiduría amasada de oración, llanto, puño y embelesamiento.

Pedro Ignacio Fraile Yécora
2 de Enero de 2014

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