06 septiembre, 2016

TRES BODAS POSTCRISTIANAS EN LA VIEJA EUROPA

Un buen amigo me dice que el estilo de mis artículos es «periodístico» y que mis escritos son «apologéticos». La primera palabra es un elogio… ¿y la segunda? La segunda, que parece un insulto o un «palabro», ha tenido siempre su función en la sociedad. La «apología» tiene que ver con la «defensa», o mejor con la «defensa argumentada» de valores o principios filosóficos, morales y religiosos. Si es así, tampoco me importa ser un «apologeta». Mi blog lleva el nombre de «peregrino» porque los que vamos por la calle con los ojos abiertos nos fijamos en las personas que se cruzan con nosotros (o nosotros con ellas, dependiendo de la perspectiva de quien habla); detenemos nuestra mirada crítica e irritada en las calles sucias; vemos con preocupación el aumento de mendigos que han renacido en un número nunca visto en nuestras calles; nos paramos a leer los carteles que convocan al gran público a un poco de todo: desde fiestas salvajes interminables sin normas de ningún tipo, hasta cursos de meditación impartidos por un gurú innombrable que acaba de llegar a la ciudad y que nadie conoce, o la humilde y sentida petición de ayuda de un inmigrante que busca trabajo, que puede planchar y cuidar ancianos. Todo es objeto de la mirada del peregrino.
En este último fin de semana (de viernes a domingo), o sea tres días, he estado con amigos en momentos, lugares y circunstancias muy distintas. Los tres habían asistido a unas bodas. Entre ellos no se conocían ni fue un tema buscado adrede; salió en la conversación porque ellos lo sacaron. Son de ambientes sociales diversos. No doy más pistas.
Las tres tenían en común que eran «postcristianas», que las familias de los novios –o al menos de alguno de los dos- eran profundamente religiosas y católicas, y que hicieron ritos alternativos. Vayamos por partes. Una se celebró en el pre
pirineo aragonés; la otra en la cuna de la Castilla del Cid; la tercera en un lugar del norte de Francia en una antigua abadía que hoy pertenece a manos privadas.
Las tres tenían en común que no hubo sacramento del matrimonio, pero sí hubo «rito». Los ritos no son de nadie, son de la cultura. Escanciar un buen vino es un rito: se reúne un grupo de personas, se abre la botella, se echa al escanciador, se huele y se lleva un poco a la boca, se pone cara de circunstancias…; preparar una buena paella tiene su rito: se hace al fuego con leña, solo la puede hacer uno, el maestro; él va echando los ingredientes, se enfada si alguien quiere meter mano o echar más sal…, es un rito. Las personas necesitamos los «ritos»; un ganador de una competición no recibe su medalla por correo, sino que suena un himno, la llevan en bandejas, y alguien que dicen que es importante se la pone al cuello. Hay muchos ritos, y entre ellos algunos son «ritos religiosos». Las tres bodas tuvieron un «ritual»: es imprescindible que alguien presida, anime o dirija; los gestos necesitan de unas palabras oportunas y acertadas, etc. Pues bien, en las fotos de una de estas bodas me enseñaron una mesa a guisa de altar, con manteles y con una copa de cristal (¿de vino, de cava?); el presidente de la ceremonia iba vestido de arlequín (sí, sí… de colores verdes y rojo, con campanillas y gorro); delante de él los novios, alrededor los invitados. En otra el presidente leyó la ley civil correspondiente, y unos amigos hicieron llorar a los presentes contando sus andanzas de adolescentes y jóvenes. En la tercera hubo lecturas cristianas, poemas hindúes y pensamientos filosóficos; música selecta y hasta una bendición.
Las tres tenían en común que las novias iban vestidas como manda la tradición (de blanco), al menos en dos de las tres; se había habilitado un sitio ad hoc y que el espacio celebrativo no era un templo cristiano: jardines, piscinas, campo…
Resumiendo: tres bodas de antiguas familias cristianas (padres y abuelos), donde los hijos/nietos optan (porque quieren), por la celebración ritual y el compromiso civil pero no por el sacramento. Tres bodas donde se reproduce un esquema en muchos casos tomado de la Iglesia, pero donde Dios se da por descontado, como en una fiesta donde hay personas que ni están ni se les espera. Dios parece formar parte del «bagaje obsoleto» de los tiempos pasados.
Quiero expresar decididamente mi aprobación del amor de dos personas; de la libertad que tienen para tomar decisiones tan importantes como son el día de su boda: cómo quieren vivir con sus personas queridas este hecho tan fundamental. No lo cuestiono.
¿De qué quiero hablar? De algo más sutil, que quizá se nos escapa: del sacramento. Al menos del sacramento cristiano de unos bautizados. La fe es un don precioso, que se nos presenta y que a acogemos o no; que quizá hoy no acogemos y que de aquí a unos años buscamos con ansiedad, queriendo recupera el tiempo perdido; un don que un día lo defendíamos con orgullo y decisión pero que hoy nos cuesta. Pero es un don, que no todos acogen. Respeto máximo por los que no creen y por los que buscan a Dios. También, por supuesto, por los que creen.
La pregunta se vuelve a nosotros, los cristianos. Algunos con los que comentaba esto (el hecho evidente de unos hijos de cristianos que rechazan el sacramento) decían con palabras llenas de tristeza, que se entendían perfectamente: ¿qué hemos hecho mal? La respuesta es… Nada. Nada hemos hecho mal. No se puede culpabilizar a padres/madres, a abuelos/abuelas, profundamente creyentes, de que sus hijos no se sientan llamados, es más, impelidos, a pedir el sacramento a la Iglesia. Culpabilización malsana, nunca; reflexión lúcida, sí.
Yo me vuelvo a lo importante, a lo que merece la pena. ¿Cómo es nuestra experiencia de Dios? ¿La vivimos de forma que otros, hijos y nietos, vecinos y allegados, digan, ‘qué suerte tiene fulanito/a de ser creyente? ¿La comunicamos con sana normalidad o la escondemos para que no nos tachen de «bichos del pasado»? Cuando uno cree en Dios y lo vive con paz y alegría, ni lo va escondiendo, ni pide perdón por ser creyente. Tampoco agobia a nadie, ni «da la vara» hasta hacerse insoportable.
¿Cómo podemos hacer visible, cálido, deseable para tanta buena gente, el don precioso de la presencia sanadora y amorosa de Dios en el sacramento del matrimonio? ¿O acaso nos conformamos con decir que con tal de que sean buenos chicos y de que se quieran, ya basta, aunque no haya sacramento, que total no es para tanto? Más aún, ¿qué sabríamos decir nosotros del valor del sacramento que un día celebramos y que vivimos?
Ante una realidad emergente, como es el de las bodas no religiosas, pero que se sirven de ritos con referencias religiosas inequívocas (lecturas, músicas, palabras sentidas, gestos, símbolos); ante una realidad emergente como es la de que los hijos/sobrinos/nietos de grandes y convencidos cristianos no quieren el sacramento, no podemos dejar de preguntarnos. ¿Cómo vivimos nosotros, los que nos confesamos cristianos, esta presencia real, no virtual; este vínculo religioso, no sentimental; este encuentro salvador con Cristo, no símbolo neutral, que es el sacramento?
Los cristianos no deberíamos tanto quejarnos, que a veces se nos va la fuerza por ahí, cuanto redescubrir que tenemos la preciosa tarea de hacer presente, en la vida, en la calle, y en la celebración vital de los sacramentos, a Cristo vivo.

Pedro Ignacio Fraile Yécora
6 de Septiembre de 2016