21 noviembre, 2013

JESÚS LLORÓ. PEDRO LLORÓ.



            Dicen que el «llorar» no es de «hombres». ¿Sabrá alguien por qué lloran los hombres? Dicen que el «llorar» nos humaniza; probablemente esta segunda afirmación nos reconcilia con nosotros mismos y con el resto de nuestros compañeros de viaje. ¡La vida es un viaje!

            Acabo de llegar de Jerusalén, con un grupo fenomenal de Burgos. Uno de los días uno de los sacerdotes que nos acompañaba celebró en el lugar conocido como «Dominus flevit». Su homilía fue breve: «Hablamos con frecuencia de la ‘mirada’ de Jesús, que cura, que salva. Pero no hablamos de que ‘Jesús lloró’. Jesús lloró al ver la ciudad: por su futuro y por sus habitantes. Decimos que no es posible ponernos en la piel de otro cuando sufre. Jesús se puso en la piel de todos los que lloran al contemplar la ciudad. Jesús lloró por nosotros y con nosotros’. Fue una homilía breve; de frases cortas, pero intensas. Jesús lloró. Los hombres lloran. Jesús es no sólo el «hijo de Dios», sino el «hijo del hombre». Jesús es hombre que llora porque el corazón necesita llorar cuando la realidad se impone y se ve con claridad abrumadora.





            Por la tarde fuimos al otro lado del torrente Cedrón: en la ladera que asciende desde Siloé hasta la ciudad alta, se alza la iglesia del «Galli Cantu». Allí, al recordar las negaciones de Pedro, con el famoso «canto del Gallo», se lee de nuevo el evangelio de san Lucas, donde se dice que «Pedro lloró amargamente». No os podéis ni imaginar cuánto se debe a los peregrinos. Esta observación no es mía, sino de uno de los peregrinos de Burgos. ¡Y no era un cura! Se me acercó y me dijo: «Jesús lloró al ver la ciudad de Jerusalén y aquí Pedro lloró amargamente». Así dice el texto de san Lucas: «Petrus flevit amare».
            Son dos llantos distintos. Los dos son llantos de humano y llantos de hombre. El de Jesús es porque «ve», porque «sabe», porque «siente en su corazón», porque «le toca el alma y la vida», que Jerusalén se cerró al plan de Dios y se va a volver a cerrar de nuevo. Jerusalén le va a decir «no»; le ha recibido alegre como Mesías al cruzar desde el monte de los Olivos y entrar en la ciudad santa, y a continuación le va a condenar a muerte: «nos sacas los colores; nos dices la verdad en nuestra cara; eres insoportablemente honesto; eres testigo de nuestra injusticia y nuestra sed de venganza: nuestro veredicto es que tienes que morir». Jesús llora por la dureza de corazón del ser humano. De entonces y de siempre.
            El llanto de Pedro es el de una persona que quiere, pero ha calculado mal sus fuerzas. Quiere pero no puede. Quiere pero le tiemblan las piernas. Pedro no es mala persona; no es un gran pecador; no es abominable. Pedro es todo corazón, pero es de barro. Cuando le piden que dé la cara, se «raja»: «no le conozco», «no sé de qué me hablas», «déjame en paz»… Pedro, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, «lloró amargamente».
            No sé si es un descubrimiento. Para mi lo ha sido. Antes de escribir estas líneas me he tomado la molestia de buscar en la Biblia con uno de esos «buscadores» que nos regala la informática moderna. En latín (ya sé que el Nuevo Testamento está escrito en griego, no me lo recriminen); en latín sólo aparece dos veces el verbo «llorar» en pasado, en tercera persona del singular (flevit), y las dos veces en san Lucas. Una vez dice que «Jesús lloró por la ciudad de Jerusalén» (flevit super illam, Lc 19,41); la segunda  vez dice que «Pedro lloró amargamente» (Petrus flevit amare, Lc 22,62) después de haber negado tres veces a Jesús.
            Jesús tenía una mirada intensa, penetrante, que no dejaba indiferente a nadie. Jesús miró la ciudad y lloró. Pedro tenía una mirada más a ras de corazón, de sentimientos, y también lloró. Se puede llorar de rabia, de dolor, de amargura, de amor, de enfado, de tristeza, de debilidad, de impotencia, de compasión, de miedo, de alegría.
Y tú, ¿lloras? ¿por qué lloras? ¿lloras con frecuencia? Llorar nos hace humanos. Pedro lloró… y Jesús lloró. Sea como sea, se llora porque se es de carne y sangre, porque se es de barro, aunque sea «barro enamorado».

Pedro Ignacio Fraile Yécora
21 de Noviembre de 2013

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