02 mayo, 2013

UN NEOYORKINO EN EL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN


UN NEOYORKINO EN EL
SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN 

Parece el título de una película, pero no lo es. Parece una ‘leyenda urbana’ antinorteamericana, pero tampoco. Parece, incluso, que voy escaso de ideas para tejer una narración y me invento una que pueda ser atractiva. ¡En absoluto! Me pasó el lunes de esta semana, por la mañana, en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Estaba con un grupo de peregrinos y, una vez concluido el «Via Crucis», habíamos culminado en el Santo Sepulcro. Les acababa de explicar, antes de entrar en el Templo, que llegábamos al objetivo final de nuestra peregrinación: no se peregrina a Tierra Santa, se peregrina al Santo Sepulcro. Hoy en día se hace un viaje recordando las escenas evangélicas de Jesús (Nazaret, lago Tiberíades, monte Tabor etc.), y también se recorre Jerusalén (sus calles, sus Iglesias, sus zocos,…) ¡pero el verdadero peregrino sabe que su corazón está en el Santo Sepulcro! En la época bizantina muchos peregrinos querían venir de todo el mundo cristiano al Santo Sepulcro y muchos morían en el intento; durante muchos siglos en que el Santo Sepulcro estuvo bajo dominio del Islam, había que pagar ingentes sumas de dinero al gobierno musulmán de la ciudad para poder entrar en el Santo Sepulcro. Los cruzados, independientemente del juicio que tengamos de las cruzadas, tenían como objetivo «liberar el Santo Sepulcro» que estaba en manos de los musulmanes y recuperarlos para los cristianos. Santos como Francisco de Asís e Ignacio de Loyola entendieron que, una vez convertidos, tenían que ir al Santo Sepulcro del Señor Jesús, si bien ninguno de los dos, por distintos motivos, pudo llegar.

Es más, las peregrinaciones cristianas por excelencia son una terna: Jerusalén, Roma y Santiago. Los que se ponen en camino en las dos primeras, reciben incluso un nombre: los que peregrinan al Santo Sepulcro del Señor en Jerusalén reciben el nombre de «Palmeros» y los que peregrinan al sepulcro de Pedro, en la colina Vaticana de Roma, reciben el nombre de «Romeros».  Alguno de vosotros me diréis, en un giro fácil de prever, incluso citando al evangelio: ‘Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; no hay que visitar cementerios’. En efecto, los cristianos no «visitamos cementerios», sino lugares de vida. En el Santo Sepulcro de Jerusalén celebramos que Jesús «no está ahí», que «ha resucitado». En Roma no vamos a visitar una necrópolis romana del siglo I de nuestra era de las afueras de la ciudad, sino el lugar donde fue martirizado el apóstol Pedro, y donde hoy su sucesor preside en la caridad la Iglesia. En Santiago no buscamos «certificar» la tumba del apóstol, sino hacer nuestro camino en este lado del Mediterráneo donde llegó el evangelio, alcanzando el «finis Terrae», y donde queremos vivir como discípulos hoy también.

Volviendo al amigo americano. Estaba, como decía, esperando a que los peregrinos que iban conmigo pudieran entrar en la capillita de la Resurrección, cuando se me acerca un señor de unos sesenta años que me sacaba la cabeza, con gafas de sol como si estuviera en la playa, acompañado de una señora de su edad. Me preguntan cortésmente si hablo inglés, a lo que respondo «un poquito»; el hombre me interroga ante la atenta e inquieta mirada de la señora que le acompañaba: « ¿Me puede decir qué esto? ¿Por qué parece tan importante? ¿Por qué hay aquí tanta gente esperando para entrar?» Los ojos se me debieron salir de las órbitas, convencido de que no podía ser verdad, pero reaccioné con rapidez y tiento al ver que la pregunta era sincera: «Es el Santo Sepulcro; es el lugar más santo de los cristianos; creemos que el Señor Jesús ha resucitado». El gigantón americano dijo «ohhh, gracias». Me faltó tiempo para hacerle la pregunta: «por favor, de dónde son ustedes». Con una sonrisa amplia, satisfechos del lugar de su procedencia, me dijeron: «somos de Nueva York».
Allí mismo, en la entrada del Santo Sepulcro los griegos que vienen a celebrar la Semana Santa en Jerusalén con sus popes al frente esperaban entrar en la Basílica; ya dentro, al lado de los neoyorkinos que no sabían dónde estaban, había una fila de cristianos coptos de Egipto que se arremolinaban en torno a la capilla de la Resurrección (la «Anástasis», en términos correctos) que estaban esperando para besar la losa, con devoción, y decir: «es verdad, no está aquí, ha resucitado».

Pedro Ignacio Fraile Yécora- 2 Mayo de 2013