09 marzo, 2013

JESÚS, JORNALERO, GALILEO, DE NAZARET


 
Hoy nos despertamos de nuevo con el juicio que desde la Congregación para la Doctrina de la fe han emitido sobre el libro del sacerdote donostiarra José Antonio Pagola. No me preocupa demasiado lo que digan unos u otros sobre Jesús. Difícilmente será ofensivo. Me preocupa más que para las nuevas generaciones Jesús sea insignificante o indiferente. Como indiferente les es Julio César, Alejandro Magno, Séneca o, en tiempos más recientes, el gran Unamuno. ¿Y a mí qué, Jesús? Ese ¿a mí qué Jesús? es lo que me preocupa.

Una fábula antigua nos contaba cómo mientras discutían los cazadores si los perros que mejor acosaban la caza eran «galgos o podencos»,  ¡se les escapó la liebre! Salvando las distancias, y con el mayor de los respetos, sin quitar ni un ápice al debate intelectual, que yo también tengo mis estudios, digo en voz alta: ¿Galgos o podencos? ¡Que se escapa la liebre! ¿Jesús de Pagola o Jesús de Benedicto XVI? ¡Que ya a nadie de las generaciones jóvenes les importa quién es Jesús!
Yo me vuelvo a mis fueros, donde estoy más cómodo. Cuando vamos a Nazaret nos quedamos boquiabiertos al ver las cuevas donde vivían sus habitantes. Me gusta espetar en la cara de los embobados peregrinos: ¡que no, que no es un «parque temático», que estamos en una excavación arqueológica! Claro, lo que ven son cuevas. Cuevas unifamiliares. En una de ellas vivió María. En otra, a unos trescientos metros, colina arriba, vivía José. El evangelio nos dice que cuando José supo que María estaba encinta no la repudió, lo cual hubiera supuesto la lapidación de María, sino que la llevó a su casa: ¡a una cueva!

Para colmo de males Jesús era Galileo. Esto nadie lo discute. De religión, judío. Probablemente un buen judío, pues lo vemos asistiendo a las sinagogas los sábados y a las fiestas de peregrinación que culminaban en Jerusalén. Eso sí, un poco «rebelde», sobre todo cuando se trataban de cosas sobre pureza o impureza o cuando se ponía en duda la dignidad y la libertad de las personas, especialmente de los más débiles. Judío, pero «galileo». Los galileos tenían fama entre los judíos de Jerusalén de ser un poco «díscolos», de no ser demasiado «observantes». Por eso con frecuencia subían desde Jerusalén escribas y fariseos para llamar al orden a los desobedientes y descreídos galileos. ¿Cómo es posible que un «galileo» sea un profeta de Dios?, se preguntaban desconcertados. ¿Cómo es posible que un  «galileo» nos dé lecciones de piedad? Jesús rompe todos los moldes y todos los esquemas. No es que él «hable de Dios», como quien repite una lección aprendida, no. Jesús reivindica para sí el ser «hijo de Dios».

Si aún queremos complicar más las cosas, resulta que Jesús no era hijo de una familia acomodada, sino que cada día debía ir a ganarse el pan. Los evangelios, y la tradición cristiana, lo han dibujado siempre como alguien que trabajaba con sus manos: ¿carpintero? ¿obrero? ¿jornalero? Sea lo que sea, Jesús tocaba tierra, pisaba donde pisaban todos, oía lo que tenían que oír todos, y sin duda sabría de las injusticias que soportaban todos. A este Jesús galileo y jornalero, de Nazaret, los cristianos lo confesamos como Señor, como Salvador, como Hijo de Dios. ¿Hay que seguir discutiendo en interminables y complejas discusiones de laboratorio o hay que dar testimonio de él con obras y palabras? Lo dicho; no todo vale, ni se pueden hacer afirmaciones a la ligera pero, ¿discutimos sobre Jesús o anunciamos a Jesús? Nosotros, los que peinamos canas, sabemos quién es; pero, ¿conocen a Jesús nuestros hijos, sobrinos, nietos?. Esa es la cuestión. Pedro Ignacio Fraile Yécora.