22 mayo, 2013

«”CANCIÓN TRISTE”»DEL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN


 

Cuando la comunidad cristiana de Jerusalén daba sus primeros pasos, después de Pentecostés, sabían que allí, en el huerto debajo de la Cantera de piedra que conocían como «Gólgota», seguía vivo el recuerdo de la «Tumba vacía». ¡No está aquí, ha resucitado!, proclamaban y celebraban. Ellos, sin saberlo, manteniendo viva la memoria del lugar, habían dado inicio a las visitas continuas que con los siglos se transformaron en verdaderas peregrinaciones. El cristiano de occidente quería visitar la tierra de Jesús, pero sobre todo quería ir a besar el lugar de la Vida (¡con mayúscula!), el lugar de la Resurrección.

Veinte siglos después, cuando el mundo se muestra desmadejado, con visos de estar desnortado, como sin rumbo, en un espectáculo continuo de incertidumbre más que de certezas y de esperanzas, el Santo Sepulcro sigue siendo visitado por miles, ¡por millones! de personas.

Para los creyentes debería ser, sin duda, un motivo de serena alegría. Parecería que en esta triste imagen del mundo al que nos asomamos diariamente, la luz de la Resurrección de Jesús tuviera un brillo especial. Los creyentes así lo creemos, así lo confesamos y así lo proclamamos, pero…. El Santo Sepulcro de Jerusalén dista mucho de ser un lugar de esperanza luminosa.

Ayer llegaba de Jerusalén de guiar una peregrinación; lo que voy a contar sucedía el lunes por la mañana, veinte de mayo de dos mil trece. Yo acabada de dar unas pinceladas de la historia del Santo Sepulcro (su ubicación, sus destrucciones y construcciones repetidas) pero sobre todo les invitaba a depositar un beso amoroso y creyente en la losa poniendo el corazón en Cristo Resucitado. Los peregrinos se pusieron de forma ordenada y seria en la fila, esperando este momento. Yo permanecía fuera, observando todo lo que por allí pasaba.

Se me acercó un joven de unos veintipocos años, con pintas de europeo despistado y me preguntó en inglés (¡deben verme a mi cara de que yo hable inglés!) que qué era aquello para que tanta gente estuviera haciendo fila para entrar. Yo pensé… «ya estamos aquí como en el caso del neoyorkino» (recuerden los lectores de este «blog» que hace poco escribí un «post» con este título). Cuando le dije que era el lugar de la «resurrección de Jesús» me miró con cara de no tener cara, de no tener gestos, ni de aprobación, ni de admiración, ni de alegría ni de nada… Ni se asustó, ni se emocionó, ni articuló palabra. Yo me lancé con mis pinitos en la lengua de Shakespeare: where are you from? («de dónde es usted»). Me dijo, « I’m sweden» (Soy sueco). Con sorna puedo decir, que entonces entendí eso que decimos cuando decimos «hacerse el sueco». ¡Qué rostro más inexpresivo! Con tristeza puedo decir que a ese joven sueco, la resurrección de Cristo…. No le importaba absolutamente nada.

Más triste aún fue la segunda anécdota. Entre las filas prietas de los peregrinos a los que acompañaba se coló una joven británica. Al salir, una de las peregrinas me comentó entre sorprendida e indignada: «¿a qué no sabes qué me ha pasado? El qué, le dije: «que la inglesita que iba delante de mí, se sentó en el sepulcro, como si fuera un poyo, y me pidió que le hiciera una foto».  Añadió, «pero ¿esa mujer sabía dónde estaba?» Es verdad, la vida religiosa está hecha de palabras, de confesiones, de adhesiones, de tomas de posturas… ¡y de gestos! Hay gestos que se comentan por sí solos.

La tercera anécdota de esta mañana ante la «capillita» que esconde en su interior la Tumba Vacía de Cristo aumenta en tristeza; creo que llega al escándalo de una persona de bien. Precedía al grupo de españoles (zaragozanos principalmente con peregrinos de otros sitios, catalanes, salmantinos, navarros, madrileños etc.) un grupo de ortodoxos rusos, probablemente ucranianos. Para el que no haya estado nunca allí le explicaré que es tanta la gente que se pone en la fila que hay que guardar necesariamente un orden (nadie pone objeciones). Da paso a los peregrinos un joven clérigo de la Iglesia Ortodoxa griega: pelos largos recogidos en un moño; barbas largas poco cuidadas; sotana negra hasta los pies; un gorrito pequeño, también negro, que se ciñe a su cabeza. Gestos bruscos, sin comentar nada. Sólo dice «stop» cuando pasan cinco o seis, y luego «quickly, quickly» (rápido, rápido), cuando ve que el peregrino se entretiene  y se resiste a salir. Yo estaba apoyado en la valla metálica que separa la fila de peregrinos del resto que por allí deambula; delante de mí no había nadie. Vi cómo una mujer entregaba al clérigo ortodoxo un papel escrito, y un billete de un dólar; luego, la siguiente, otro papel con dos billetes de dólar, luego otra con un billete de cinco dólares… así casi todas. Digo casi, porque algunos no entregaban nada y también pasaban. El clérigo cogía papeles y donativos con una destreza que muchos taquilleros de espectáculos querrían. Rápidamente pensé: «serán peticiones de oraciones acompañadas de un donativo», porque todas las mujeres entregaban un papel en el que se adivinaban nombres, palabras… y las cantidades eran distintas… Luego, me dije a mí mismo «no; ni esta es la manera, ni este es el sitio». Que las comunidades, congregaciones e instituciones religiosas necesitan ingresos para vivir, nadie con dos dedos de frente lo podrá discutir. Pero hay sitios, hay formas… y hay modos que se incapacitan por sí mismos. ¡Ay del Santo Sepulcro! ¡Ay de la Tumba Vacía! ¡Ay de una religión que no sabe presentarse con frescura y hermosura limpia ante este mundo!

No sé si ahora el lector comprenderá mejor el título de este artículo. Hace muchos años, entre 1981 y 1987, hubo una serie de gran éxito en televisión que llevaba por título «Canción triste (blues) de Hill Street»; el «blues» es un género musical que significa «melancolía» o «tristeza».  Esa fue la sensación que me produjo la visita al Santo Sepulcro. De todas formas, nos queda lo importante, «la Tumba está vacía»; «Cristo está vivo», y eso nadie nos lo podrá arrebatar.

 
Pedro Ignacio Fraile Yécora.

Jerusalén 20 de Mayo de 2013