24 enero, 2016

LA CONVERSIÓN DE PABLO A CRISTO JESUS

            Cuando estudiábamos lengua española memorizando cuadros, que luego nos preguntaban en clase e iban seguros a examen, nos preguntaban por el pronombre de primera persona que decía: «yo, mi, me conmigo». Las personas engoladas y seguras de sí mismas se sirven del pronombre personal explícito, que en español no es necesario, a diferencia de otras lenguas, como el inglés; estos dicen: «porque yo…», o también «yo he estado…», «yo he pronunciado…», «yo he sido…». «Yo, yo, yo».
Un juego de palabras juega con el pronombre personal «yo» y el adverbio de tiempo «ya»; parece un simple enredo, pero es muy luminoso: el niño dice «yo, yo»; el joven que prospera, lo cambia por un presuntuoso «yo ya…». La persona que ya frisa la mitad de la vida solo se atreve a decir «ya yo...». Por último, el que ha visto de casi todo y está de vuelta cuando otros van, les dice socarronamente «ya, ya…».
            Mañana, día veinticinco de enero, celebramos la «Conversión de san Pablo». Es una fiesta importante. Pensamos que san Pablo «cambió de religión», se hizo cristiano dejando atrás el judaísmo. Es un pensamiento demasiado simple. Si solo fuera eso, ¿lo celebraríamos con fiesta propia? San Pablo rompió el «bucle» de su «yo»; se atrevió a salir de la «espiral de engreimiento» en la que estaba metido. Dio el salto de sus «convicciones fundamentalistas» (él perseguía a la Iglesia porque estaba convencido de que la Iglesia de Jesús era perniciosa y peligrosa, y era necesario acabar con ella) y pasó a vivir de la persona de Jesús como único centro de su vida. ¿Qué quiere decir que san Pablo se «convirtió»? Que fue capaz de pasar de él y de sus convicciones, a vivir para Jesús. Rompió su «eje vertical» centrado en sí mismo, en sus capacidades, en su «ego»:

‘Yo podría confiar en lo humano; si alguno cree poder confiar en lo humano, más podría yo. Fui circuncidado al octavo día; soy del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo, hijo de hebreos y, por lo que a la ley se refiere, fariseo; por amor a la ley fui perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que viene del cumplimiento de la ley, irreprensible. Pero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo’ (Filp 3,4-8)

            ¿Dónde está la actualidad de esta fiesta? Sin duda alguna en que la Iglesia nos recuerda el escándalo de la fractura entre los cristianos de distintas confesiones y nos llama con urgencia a que busquemos lo que nos une a todos los que confesamos a Jesús como Hijo de Dios, Señor, Redentor y Salvador. Pero creo que esto no es suficiente; hay mucho más.
            El siglo XXI se caracteriza, en el mundo occidental bien comido, bien bebido y bien dormido por una búsqueda generalizada de «sentido». Proliferan por doquier, por ciudades y pueblos de toda la geografía, escuelas, cursos, maestros, estudios, propuestas de «felicidad». Todas ellas tienen en común que no son religiosas y que se centran en el «yo»: meditación, autoconocimiento, sanación. Todas han puesto el centro en el «yo»; entre otras cosas porque, al no ser religiosas, no pueden dirigirse a un «tú» en el que no creen.
            La persona humana es fundamentalmente relación y por tanto relacional. Si decimos de alguien que es un «ególatra» pensamos en que se «se adora a él»; mi cuñado dice con sorna de esta gente que «piensa que el sol ha salido por ellos»; si decimos que es «autosuficiente» decimos indirectamente que no necesita a nadie (o eso piensa él); si decimos que es un «egoísta» dejamos claro que ha puesto a su «yo» en el centro del todo. Lo contrario al «ególatra» es el «extrovertido», lo contrario al «autosuficiente» el «humilde» y lo contrario al «egoísta» el «generoso».
            La verdadera espiritualidad no es una carrera hacia el «yo, mi, me, conmigo», sino hacia el exterior. La Escritura nos dice que Abrahán un día decidió «salir de
casa y ponerse en camino», o sea, que dejó sus  seguridades para buscar lo desconocido: hay que ponerse en camino, hay que «abrirse» y no encerrarse. Abrahán escuchó la voz de Dios que le dijo «sal de tu tierra y vete a la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). La Virgen María, por nombrar solo a un personaje del inicio y otro del final de la Escritura, cuando el ángel le anuncia el nacimiento de Jesús primero se turbó y luego dijo «aquí estoy, que se cumpla». (Lc 1,38). Los dos coinciden en que estaban abiertos y en que fueron generosos; en términos bíblicos, en que «escucharon y obedecieron». La espiritualidad no es un ejercicio de repliegue en uno mismo, sino en abrirse, relacionarse, escuchar.
            Hay muchas formas de «romper ese bucle» en el que tenemos la tentación de encerrarnos. Hay gente muy racional, que busca la explicación de todo lo que hace, hasta de los menores gestos: todo tiene un porqué y un para qué. El racionalista es esclavo de sus razones, explícitas o imposibles. La espiritualidad le lleva al racionalista a descubrir que no lo sabe todo, que no lo puede explicar todo. Tiene que salir de su «yo» y abrirse al «misterio». Dios es sobre todo «misterio de amor» que nos sobrepasa; cuando creemos que ya lo hemos entendido, se nos escapa como el agua entre las manos. El que busca «sentido» a todo, choca con los misterios del «pecado» (entendido como destrucción, como antipersona, como antihumano) y de la «muerte» (entendida como finitud de la existencia corporal). La espiritualidad le abre al racionalista a un mundo de nuevos sentidos desde Dios, que él nunca encontraría buceando en su yo.
            Otra forma de romper el bucle del yo para abrirse a la verdadera espiritualidad es la sensibilidad por lo social. Muchas personas no están pendientes de la razonabilidad de todo, pero se les mueve todo por dentro cuando ven el sufrimiento humano, la injusticia. No pueden aceptar que haya personas que nazcan y mueran sufriendo y en extrema pobreza, cuando otros se regodean babosamente en su abundancia. Esta «salida» hacia fuera, esta «expropiación» del yo es el lugar donde pueden encontrar a Dios, donde pueden desarrollar una espiritualidad que no les cierre a la vida real. La fe les lleva a actuar; la oración les lleva a comprometerse por el otro.
            ¿Qué es convertirse? ¿Pasar de una religión a otra? ¿Dejar de ser «regulares» para ser un poquito mejores? Convertirse es dejar que entre Dios en tu vida y que todo cambie. En términos cristianos, «convertirse» es dejar que tu centro ya no lo ocupes tú, sino que lo ocupe «Cristo Jesús». Este «descentramiento» de tu «yo» para dejar que Jesús entre en tu vida tiene unas consecuencias tremendas. La primer y principal, entiendes la vida, las relaciones humanas, no con tus criterios, sino con los criterios de Jesús y de su evangelio. Ya no quieres ser feliz tú aun a costa de los demás, sino que quieres la felicidad de los demás; es más, no puedes ser feliz si los que conviven contigo no son un «poquito felices». Ya no estás obsesionado por ser el centro del mundo, de la sociedad, de todo… sino que descubres que el centro está fuera de ti y que tú estás íntima e inseparablemente unido a él. Somos personas humanas; somos alma y cuerpo; somos carne y espíritu; somos seres vivos con nombre y memoria, e historia propia; con cargas y cargos; pero no nos agotamos en nosotros mismos, sino que el amor oblativo, entregado, nos abre a los demás.
            Rompamos el bucle del yo y dejemos que Jesús, el Cristo y su evangelio entren en nuestras vidas. Esa es la conversión de Pablo y nuestra conversión.

Pedro Ignacio Fraile

25 de Enero – Conversión de san Pablo