12 junio, 2017

CONFIESO QUE HE VIVIDO. Reivindicación de los humildes.


            Estas palabras, «confieso que he vivido», son el título de unas memorias de Pablo Neruda. Las tomo prestadas. Son palabras preñadas de lucidez; dicen lo que muchos queremos decir. Son palabras que pertenecen a la humanidad. Los escritores tienen esa capacidad de decir lo que otros querríamos expresar, y lo hacen de forma contundente, nítida, definitiva.
            No quiero volver al caso de Ignacio Echevarría, al que he dedicado con respeto y admiración al joven católico que ha roto las estadísticas de la cobardía humana, sino solo apoyarme en él para desarrollar mi reflexión. En la televisión los periodistas y comentaristas han abundado en la idea de que iba a tener lugar una misa como «homenaje»; también explicaban que el acto más entrañable fue cuando «aplaudieron» en el momento del entierro. ¿No hemos caído en una superficialidad sin límites, además de en un desconocimiento descorazonador de la fe cristiana?
            Las misas no son nunca homenaje; de ninguna forma que se quiera explicar o justificar. Las «misas» (ite misa est) son celebración de «acción de gracias» (eu-charistia). Son celebración sacramental, actualizada, de la acción salvadora de Cristo, entregado por nosotros. La comunidad se reúne, participa, asiste, celebra, ora y comulga en torno a la mesa de la palabra y a la mesa del pan, pero ¿homenaje? Los periodistas y tertulianos no pueden marcar la teología. Aunque a veces parece que lo consiguen…
            Un segundo aspecto, fundamental, es el del valor social y cultural que le damos al homenaje. Los héroes, como Ignacio, son homenajeados. Rafa Nadal, a quien admiro y que acaba de ganar su décimo «Roland Garros» para disgusto de los franceses, es homenajeado. Cuando muere un héroe, la gente aplaude, y se lamenta: ¡ha muerto un héroe! ¿Acaso eso quiere decir que solo los héroes tienen derecho a ser amados, recordados y llorados? ¿Qué decir de las personas humildes que pasan por la vida sin que nadie las recuerde por nada? Algunos pensarán: «viven en el recuerdo de los suyos…» ¡Frágil es el recuerdo… unos años; unos pocos; al poco tiempo se pierde el recuerdo y la siguiente generación ya los ha olvidado! Insisto: ¿Qué pasa con los africanos que mueren ahogados en el Mediterráneo y que no conocemos ni sus nombres? ¿Qué pasa con los que mueren en Sudán del sur, muertos de hambre y de sed, sin que nadie diga nada porque son los pobres, de los pobres, de los pobres? ¿Qué pasa con la gente buena que deja atrás años de trabajo, de cariño, de esfuerzo sin haber hecho otra cosa que trabajar en su pequeña parcela y amar a los que con él han vivido?
            Las respuestas a estas preguntas son terribles. Para unos solo se llevan de esta vida el cariño que en ella han podido recibir; pero ¿y las personas que han vivido sin ser queridas…? Para otros, su mérito es el «haber trabajado en la construcción de la sociedad y del mundo», pero ¿entonces lo que importa es el colectivo, el resultado final, no la persona en su misterio individual?
            La fe cristiana proclama el valor de cada persona: su nombre y apellidos, su biografía. Lo hace ya desde sus raíces bíblicas veterotestamentarias. Cuando leemos en el Génesis que Dios creó al hombre, a la persona humana, «a su imagen y semejanza» estamos diciendo que solo Dios puede llenar el corazón del ser humano; solo nos miramos en su espejo para reconocernos; en nada ni en nadie distinto a Dios o que suplante a Dios. El corazón humano solo puede reconocerse en Dios. Toda persona está llamada a reconocerse en Dios. Todos: el africano que sale de su casa buscando una vida mejor, y el obrero o artista que con sus manos construye y modela para bien de todos.
            La fe cristiana cree, además, que Cristo es el rostro humano de este Dios. Cristo es el ser humano en plenitud, y estamos llamados a unirnos con él y vivir en él. Los pobres, los humildes, los que no cuentan, los que han vivido sin que nadie se haya fijado en ellos, los que han pasado haciendo el bien en medio del anonimato… todos los seres humanos estamos llamados a unirnos a Cristo. Todos, con nuestra historia personal, única y distinta a la de otros, sencilla, pero humana, digna de ser vivida y tenida en cuenta. Todas las historias son importantes; por eso, cada persona tiene que decir «confieso que he vivido y confieso que soy importante para Dios».
            La mentalidad contemporánea está más cómoda con la reencarnación que con la resurrección. La reencarnación da a muchos una «segunda oportunidad»; es como decir: «si en la primera oportunidad tu vida ha sido simple, sencilla, pobre, tienes una segunda una tercera para poder hacer algo de interés»… Se puede comprender desde una antropología basada en el éxito o fracaso según lo humano, pero no se puede comprender desde una antropología que se funda en el encuentro de cada persona, que es infinitamente importante, con Dios.
            La resurrección se toma en serio la historia de cada persona: tu vida con tus recuerdos, tus orígenes, tus proyectos y fracasos, tu aportación a la felicidad de otros, tus momentos de amor, tus ilusiones compartidas… tú con nombre y apellidos, tú mismo, estás llamado a vivir para siempre con Dios y en Dios; estás llamado a participar de  la Resurrección de Cristo, siendo tú mismo, no el «remix» de otro, o la segunda o tercera vida de otros, sin biografías personales. La resurrección personal no le gusta a la mentalidad contemporánea… quizá porque no valora a cada persona, quizá porque es consciente de que la vida es demasiado corta para alcanzar todo lo que aspira… y necesita una «prolongación» de su partida. La muerte del que así vive es, sin duda, un fracaso absoluto: ¡qué vida más corta y más infructuosa!, piensan.
            Volvemos al inicio: ¿homenaje para los héroes? Sí. Pero sin olvidar que todas las personas, por humildes que seamos, aunque nunca seamos inscritos en las listas de los héroes, tenemos una historia personal, preciosa, única, valiosa en sí misma, que está llamada a participa en plenitud de la vida de Dios. Confesamos que hemos vivido, confesamos que somos importantes aunque humildes, y confesamos que esperamos en Dios.
 Pedro Ignacio Fraile Yécora

12 de Junio de 2017

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