05 mayo, 2015

I. CREEMOS EN EL HOMBRE (continuación de 'Ministros de la Nueva Alianza')


I. CREEMOS EN EL HOMBRE

La Escritura abre su historia de salvación con una palabra fundante sobre la creación y sobre el hombre. El hombre, nos dice el primer relato de la creación,  es creado «a imagen y semejanza de Dios» y es «bendecido» por Dios. Una antropología cristiana no puede partir de una condena a priori de lo humano, ni de una visión catastrofista sobre las posibilidades del hombre.


Las respuestas son variadas en nuestra cultura. Sólo nos vamos a fijar ahora en la propuesta cristiana.


Somos criaturas y somos libres, por designio de Dios, pero marcados por las contradicciones: estamos marcados por la fragilidad y la limitación, sin embargo estamos llenos de posibilidades. Estamos en construcción, pero con esperanza ciertas de que tenemos futuro. No podemos caer en un pesimismo anticristiano. El hombre salió «bueno» de las manos de Dios, pero pronto el barro se quebró. Esta fragilidad que llevamos inscrita, no invalida ni impide el designio de Dios.
La condición humana es frágil y falible. No es sólo una palabra de la Escritura, sino que la podemos constatar en el devenir diario y universal.
La persona no nace tampoco «acabada», sino que «se hace» en un continuo combinado de esfuerzo en la acción, de la relación que rompe la soledad y de la escucha que abre posibilidades inesperadas. 
Es más, por ser creados «a imagen y semejanza de Dios», sólo en Dios nos podemos reconocer y, dicho de otra forma, sólo nos reconocemos cuando respondemos a su llamada. La vocación de todo hombre es la divina, aun cuando él pretenda lo contrario. La vocación arranca de él y no del hombre; éste debe responder a ella, pudiéndola incluso malograr:

‘Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina’ (Gaudium et Spes 22).


La espiritualidad, por tanto, debe posibilitar el desarrollo de esta vocación divina, que el sacerdote comparte con todo hombre, sea o no cristiano. De hecho, la acción del Espíritu Santo es la de conducir a todo hombre a la Pascua del Hijo:

‘Debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio Pascual’ (…)

El Espíritu vino sobre la carne para acostumbrarla, como diría san Ireneo, a vivir su vocación divina. La vida en el Espíritu, lejos de ser una negación del ser humano, es su máxima posibilidad. Una espiritualidad que fuera en contra de la condición humana no sería cristiana, pues no desarrollaría la vida de Cristo en la persona. ‘Hacer ángeles no es lo que se propone una espiritualidad, sino desarrollar el ser humano de acuerdo con el dinamismo del hombre plenamente revelado en Cristo’[i] El seguimiento de Cristo, hombre nuevo y perfecto, debe desarrollar a la persona.



Hemos dicho que el hombre no está «acabado» ni «codificado», sino que se hace en la acción y en la relación con los demás. Es un luchador por mantener su autonomía y por mantener su libertad. La existencia de Jesús no fue un determinismo, sino que se hizo en libertad; no por obligación impuesta desde fuera, sino como expresión de su amor soberano. La entrega de Jesús pasa por la escucha obediente al Padre y por la entrega a sus hermanos.
Si el hombre es un ser «necesitado» necesita pedir de otro. La espiritualidad bíblica se nutre de la «escucha» a Dios. La espiritualidad cristiana, igualmente, nos enseña a vivir desde el «vocativo». No bastan ni el indicativo ni, menos aún, el vocativo. La existencia de Jesús se encierra en el vocativo ‘Abba, Padre!, súplica que va conjunta con el vocativo que Dios dirige al hombre: «hijo». 
Una expresión preciosa de este vocativo lo encontramos en la parábola del «hijo pródigo», en el vocativo del hijo menor: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo’ (Lc 15,22). Sin embargo, en el hijo mayor, el vocativo está ausente. Sólo hay indicativos de reproche y resentimiento ‘Cuando en las relaciones humanas predomina el indicativo y el imperativo, el ser humano esclaviza a los débiles o se deja esclavizar por los más fuertes. Es el camino de la idolatría o del miedo, de la autosuficiencia o del servilismo halagador’.[ii]

2. El hombre necesita ser salvado


          A lo largo del Antiguo Tesamento, surgen no sólo «modelos» de referencia a seguir, enviados por Dios para que el pueblo siga los pasos de la alianza. Con ellos aparecen los «antimodelos». Entre los más famosos están, sin duda, tanto los asirios, con su capital de Nínive y Babilonia. Poco hay que explicar de ambas.
          Nínive representa la opresión y la crueldad. En el recuerdo del asalto a la ciudad de Samaría, los asirios destacaron por ser inhumanos. Nínive es la gran ciudad pecadora, a la que Jonás se niega a acudir para que se convierta.
          Babilonia criminal, como dice el salmo 137, es el gran símbolo de la humillación del pueblo de Israel. No sólo destruye la ciudad de Dios, Sión, y el Templo, sino que además les obliga a cantarles un canto de Dios en su oprobio.  
          En ambos casos, el mensaje es claro: la victoria no está en las armas. La razón no la tienen los Imperios de este mundo. Dios se puede servir de estos pueblos como «instrumentos» en su mano, pero Dios no los bendice.
          Sólo el Pueblo de Dios es el bendito, pero una bendición condicionada: «si cumples mis mandamientos».

b) La salvación no está en los ídolos

          A lo largo de la Escritura encontramos también no sólo la negación de los ídolos, sino la certeza de que no se puede servir a Dios y a los dioses[iii].
          Es una constante en el libro del Deuteronomio: ‘sólo a Dios servirás y amarás’.Se repite en los profetas, tanto en los relatos de Elías como en los textos de Oseas, pero atraviesa de parte a parte todo el texto sagrado.

No adorarás a sus dioses, ni los servirás.
No imitarás sus obras, sino que las destruirás por completo
y destrozarás sus estelas.
Si servís al Señor, vuestro Dios,
él bendecirá tu pan y tu agua;
y yo alejaré de ti toda enfermedad.
(Éx 23,24-25)

          Los salmos así lo repiten.

Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:

Tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;

Tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

Israel confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
La casa de Aarón confía en  el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
Los fieles del Señor confían en el Señor:
El su auxilio y su escudo.
(Salmo 113 b)

c) La salvación en la Antigua Alianza

La salvación está en «conocer a Dios» (Oseas). Este gran profeta, en el s. VIII, define el pecado de Israel en términos de «conocimiento».  Hay una serie de textos en Oseas que giran en torno al mismo verbo y a la misma exigencia. Dios se presenta como fiscal que en un juicio acusa a su pueblo:

“El Señor se querella contra los habitantes de esta tierra:
 no hay fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra.
Sólo perjurio y engaño, saqueo y robo, adulterio y violencia,
sangre sobre sangre” (Os 4,1-2).

 ‘Mi pueblo perece por falta de conocimiento;
por haber rechazado el conocimiento (…)
yo también me olvidaré de tus hijos’ (Os 4,6)

El pueblo es responsable, pues ha hecho experiencia de la liberación de Egipto; sabe cómo es y cómo actúa Dios. En el desierto la relación fue intensa y mutua, de forma que no se pueden excusar como si no supieran el uno del otro: 

“Yo soy el Señor tu Dios desde Egipto.
No conoces a otro Dios fuera de mí,
yo soy el único salvador.
Yo te conocí en el desierto, tierra ardiente” (Os 13,4-5).

¿Qué le pide Dios a su  pueblo? Que se convierta: ‘Esforcémonos en conocer al Señor? (Os 6,3) Para Oseas esto es lo fundamental, y no los sacrificios de animales:

‘Quiero amor y no sacrificios,
conocimiento de Dios y no holocaustos’ (Os 6,6)

Pero, sin duda, el texto principal de Oseas es el capítulo segundo, donde después de presentar las relaciones de Dios con Israel como las de una esposa con su esposo traicionado, proclama que las nuevas relaciones se resumen en un solo verbo: «conocer»

“Me casaré contigo para siempre,
me casaré contigo en la justicia y el derecho,
en la ternura y el amor;
me casaré contigo en la fidelidad,
y tú conocerás al Señor” (Os 2,21-22).

La salvación está en el «Emmanuel» (Is 6-12). En continuación con la explicación anterior, el Libro del Enmanuel del profeta Isaías es reflejo de una «contestación» interna. Dios va a intervenir, pero de una forma inesperada y se va a mostrar en unos signos totalmente desconcertantes[iv].

-        Primer signo: la virgen está encinta. La gran paradoja.
-        Segundo signo: Ha nacido un niño. ¡Hay futuro!
-        Tercer signo: brotará un renuevo del árbol de Jesé. De lo que no cuenta, Dios saca vida.


" Aquel día, el resto de Israel,
los supervivientes de la casa de Jacob,
dejarán de apoyarse en su agresor,
y se apoyarán con lealtad en el Señor, en el Santo de Israel.
Un resto volverá al Dios fuerte, un resto de Jacob.
Aunque fuera tu pueblo, Israel,
como las arenas del mar,
sólo un resto volverá.
La destrucción está decidida, ninguna injusticia hay en ella.
El Señor llevará a cabo en todo el país
el exterminio que ha sido decretado" (Is 10,20-23).

Son los humildes del pueblo los que durante opresión confían en el Señor y esperan en Él. Saben que su futuro no depende de los ejércitos que arrasan aunque prometan un futuro de gloria, sino que el futuro sólo es de Dios: "Señor, apiádate de nosotros, que esperamos en ti; sé nuestra fuerza cada mañana, nuestro socorro en tiempo de aflicción" (Is 33,2).[v]




Pasando de los Sinópticos a san Juan descubrimos la identidad de Jesús en el hombre ajusticiado ante Pilato. El tribunal del Imperio romano proclama y regala al mundo una sentencia fundamental cuando dicta su veredicto sobre Jesús: «He aquí al hombre» (Jn 19,5). Esta afirmación traspasa lo anecdótico para ser revelación de la verdad de Jesús y una verdad de alcance antropológico.
El «hombre» no se manifiesta en Adán, desobediente a Dios y seducido por la tentación, sino en Jesús, transparencia del amor entregado y de la obediencia:
‘El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y descubre la sublimidad de su vocación’ (Gaudium et Spes 22).

b) Adán-Cristo(Rom 5,15)

La negatividad humana es una losa tan pesada, tan insoportable de llevar, que no se puede bromear con ella. ¿Acaso todo el proyecto de amor de Dios, de creación del ser humano, de llamarlo a la vida, se puede diluir en la muerte? San Pablo nos recuerda que Cristo es la primicia de los que han muerto, que ha roto las ataduras de la muerte y que nos abre las puertas de la vida eterna.
La epístola a los Romanos recuerda cómo en Adán el ser humano participa del pecado y de la muerte: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte (…) 13 Pues ya antes de la ley se cometían delitos en el mundo, pero cuando no hay ley, el delito no se toma en cuenta;  14 sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no habían cometido un delito como el de Adán, que es figura del que había de venir. (Rom 5,13-14)
Por encima de Adán está la obra salvadora de Dios en Cristo. Pablo hace una confesión de fe en un Cristo que es horizonte de salvación para todo hombre: “(Cristo Jesús) fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25).
Este es su evangelio, su buena noticia. 15 Pero el delito de Adán no puede compararse con el don de Dios. Si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón el don de Dios, ofrecido generosamente por un solo hombre, Jesucristo, se concede más abundantemente a todos. (Rom 5,15)
Es verdad que cada persona es libre para decidir qué quiere hacer con su vida. No estamos sometidos a ningún «destino fatal» que nos esclavice. Por eso Pablo a los romanos les pide que tomen una decisión: por el pecado/muerte o por Dios/salvación:  “Si obedecéis al pecado terminaréis en la muerte y si obedecéis a Dios, en la justicia” (Rom 6,16).





[i] Cf. A. Bravo, El evangelio, fundamento de la espiritualidad sacerdotal (san Sebastián 2004), Idatz, Gentza 17, p. 36

[ii] Cf. A. Bravo, El evangelio, fundamento de la espiritualidad sacerdotal (san Sebastián 2004), Idatz, Gentza 17, p. 39.

[iii] Cf. Dt  8 No harás ídolos ni imagen tallada alguna de cuanto hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas subterráneas. 9 No te postrarás ante ellas ni les darás culto, pues yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso. (Dt 5,8-9)
Ésta será vuestra conducta con ellos: derribaréis sus altares, romperéis sus estelas, abatiréis sus cipos y quemaréis sus ídolos.  6 Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios. El Señor, tu Dios, te ha elegido para pueblo suyo entre todos los pueblos que hay sobre la tierra. (Dt 7,5-6).

[iv] El profeta Isaías recoge la predicación de Natán. Afirma que Dios no puede apartarse de la casa de David. El nacimiento de un niño "Emmanuel", ¿no es acaso un nuevo signo de esta gracia de Dios? Pase lo que pase, dice Isaías, siempre quedará un resto, un vástago que podrá germinar de nuevo. Esta profecía de Isaías, que históricamente intenta sostener una realeza que se bambolea, un pueblo desesperado, tendrá una influencia decisiva para las esperanzas judías en un mesías de la estirpe de David.
A la casa de David Dios hizo extraordinarias promesas por medio del profeta Natán (2 Sam 7,1-17). El legítimo jefe de Jerusalén es únicamente el descendiente de David (Is 7,9).
El reino del hijo de Jesé será establecido y fortalecido para siempre: "Dilatará su soberanía en medio de una paz sin límites, asentará y afianzará el trono y el Reino de David sobre el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre" (Is 9,6).

[v] Isaías inaugura el evangelio del pequeño número de los elegidos y Pablo lo retoma para su teología: “Isaías clama sobre Israel: «Aunque el número de los israelitas  fuera como la arena del mar, sólo un resto se salvará»” (Rom 9,27). Un poco más adelante, en la misma carta a los Romanos retoma el argumento: “Pues así también en el tiempo presente Dios ha elegido generosamente un resto” (Rom 11,5). La teología del «resto», que no del «residuo», es profundamente bíblica y profundamente cristiana.

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