I.
CREEMOS
EN EL HOMBRE
Las
respuestas son variadas en nuestra cultura. Sólo nos vamos a fijar ahora en la
propuesta cristiana.
Somos
criaturas y somos libres, por designio de Dios, pero marcados por las
contradicciones: estamos marcados por la fragilidad y la limitación, sin
embargo estamos llenos de posibilidades. Estamos en construcción, pero con
esperanza ciertas de que tenemos futuro. No podemos caer en un pesimismo
anticristiano. El hombre salió «bueno» de las manos de Dios, pero pronto el
barro se quebró. Esta fragilidad que llevamos inscrita, no invalida ni impide
el designio de Dios.
La
condición humana es frágil y falible. No es sólo una palabra de la Escritura , sino que la
podemos constatar en el devenir diario y universal.
La
persona no nace tampoco «acabada», sino que «se hace» en un continuo combinado
de esfuerzo en la acción, de la relación que rompe la soledad y de la escucha
que abre posibilidades inesperadas.
Es
más, por ser creados «a imagen y semejanza de Dios», sólo en Dios nos podemos
reconocer y, dicho de otra forma, sólo nos reconocemos cuando respondemos a su
llamada. La vocación de todo hombre es la divina, aun cuando él pretenda lo
contrario. La vocación arranca de él y no del hombre; éste debe responder a
ella, pudiéndola incluso malograr:
‘Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina’ (Gaudium et Spes 22).
La
espiritualidad, por tanto, debe posibilitar el desarrollo de esta vocación
divina, que el sacerdote comparte con todo hombre, sea o no cristiano. De
hecho, la acción del Espíritu Santo es la de conducir a todo hombre a la Pascua del Hijo:
‘Debemos creer que el Espíritu Santo
ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio Pascual’ (…)
El
Espíritu vino sobre la carne para acostumbrarla, como diría san Ireneo, a vivir
su vocación divina. La vida en el Espíritu, lejos de ser una negación del ser
humano, es su máxima posibilidad. Una espiritualidad que fuera en contra de la
condición humana no sería cristiana, pues no desarrollaría la vida de Cristo en
la persona. ‘Hacer ángeles no es lo que se propone una espiritualidad, sino
desarrollar el ser humano de acuerdo con el dinamismo del hombre plenamente
revelado en Cristo’[i] El seguimiento
de Cristo, hombre nuevo y perfecto, debe desarrollar a la persona.
Hemos
dicho que el hombre no está «acabado» ni «codificado», sino que se hace en la
acción y en la relación con los demás. Es un luchador por mantener su autonomía
y por mantener su libertad. La existencia de Jesús no fue un determinismo, sino
que se hizo en libertad; no por obligación impuesta desde fuera, sino como
expresión de su amor soberano. La entrega de Jesús pasa por la escucha
obediente al Padre y por la entrega a sus hermanos.
Si
el hombre es un ser «necesitado» necesita pedir de otro. La espiritualidad
bíblica se nutre de la «escucha» a Dios. La espiritualidad cristiana,
igualmente, nos enseña a vivir desde el «vocativo». No bastan ni el indicativo
ni, menos aún, el vocativo. La existencia de Jesús se encierra en el vocativo
‘Abba, Padre!, súplica que va conjunta con el vocativo que Dios dirige al
hombre: «hijo».
Una
expresión preciosa de este vocativo lo encontramos en la parábola del «hijo
pródigo», en el vocativo del hijo menor: ‘Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo’
(Lc 15,22). Sin embargo, en el hijo mayor, el vocativo está ausente. Sólo hay
indicativos de reproche y resentimiento ‘Cuando
en las relaciones humanas predomina el indicativo y el imperativo, el ser humano
esclaviza a los débiles o se deja esclavizar por los más fuertes. Es el camino
de la idolatría o del miedo, de la autosuficiencia o del servilismo halagador’.[ii]
2. El hombre necesita ser salvado
A lo largo del Antiguo Tesamento, surgen no sólo «modelos»
de referencia a seguir, enviados por Dios para que el pueblo siga los pasos de
la alianza. Con ellos aparecen los «antimodelos». Entre los más famosos están,
sin duda, tanto los asirios, con su capital de Nínive y Babilonia. Poco hay que
explicar de ambas.
Nínive representa la opresión y la crueldad. En el recuerdo
del asalto a la ciudad de Samaría, los asirios destacaron por ser inhumanos.
Nínive es la gran ciudad pecadora, a la que Jonás se niega a acudir para que se
convierta.
Babilonia criminal, como dice el salmo 137, es el gran
símbolo de la humillación del pueblo de Israel. No sólo destruye la ciudad de
Dios, Sión, y el Templo, sino que además les obliga a cantarles un canto de
Dios en su oprobio.
En ambos casos, el mensaje es claro: la victoria no está en
las armas. La razón no la tienen los Imperios de este mundo. Dios se puede
servir de estos pueblos como «instrumentos» en su mano, pero Dios no los
bendice.
Sólo el Pueblo de Dios es el bendito, pero una bendición
condicionada: «si cumples mis mandamientos».
b) La salvación no está en los ídolos
A lo
largo de la Escritura
encontramos también no sólo la negación de los ídolos, sino la certeza de que
no se puede servir a Dios y a los dioses[iii].
Es una
constante en el libro del Deuteronomio: ‘sólo a Dios servirás y amarás’.Se
repite en los profetas, tanto en los relatos de Elías como en los textos de
Oseas, pero atraviesa de parte a parte todo el texto sagrado.
No adorarás a sus dioses, ni los servirás.
No imitarás sus obras, sino que las destruirás por
completo
y destrozarás sus estelas.
Si servís al Señor, vuestro Dios,
él bendecirá tu pan y tu agua;
y yo alejaré de ti toda enfermedad.
(Éx 23,24-25)
Los
salmos así lo repiten.
Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:
Tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;
Tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.
Israel confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
La casa de Aarón confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
Los fieles del Señor confían en el Señor:
El su auxilio y su escudo.
(Salmo 113 b)
La salvación está en «conocer a Dios» (Oseas). Este gran profeta, en el s. VIII, define el pecado
de Israel en términos de «conocimiento».
Hay una serie de textos en Oseas que giran en torno al mismo verbo y a
la misma exigencia. Dios se presenta como fiscal que en un juicio acusa a su
pueblo:
“El Señor se querella contra los habitantes de esta
tierra:
no hay
fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra.
Sólo perjurio y engaño, saqueo y robo, adulterio y
violencia,
sangre sobre sangre” (Os 4,1-2).
‘Mi pueblo
perece por falta de conocimiento;
por haber rechazado el conocimiento (…)
yo también me olvidaré de tus hijos’ (Os 4,6)
El pueblo es
responsable, pues ha hecho experiencia de la liberación de Egipto; sabe cómo es
y cómo actúa Dios. En el desierto la relación fue intensa y mutua, de forma que
no se pueden excusar como si no supieran el uno del otro:
“Yo soy el Señor tu Dios desde Egipto.
No conoces a otro Dios fuera de mí,
yo soy el único salvador.
Yo te conocí en el desierto, tierra ardiente” (Os 13,4-5).
¿Qué le pide
Dios a su pueblo? Que se convierta:
‘Esforcémonos en conocer al Señor? (Os 6,3) Para Oseas esto es lo fundamental,
y no los sacrificios de animales:
‘Quiero amor y no sacrificios,
conocimiento de Dios y no holocaustos’ (Os 6,6)
Pero, sin duda,
el texto principal de Oseas es el capítulo segundo, donde después de presentar
las relaciones de Dios con Israel como las de una esposa con su esposo
traicionado, proclama que las nuevas relaciones se resumen en un solo verbo:
«conocer»
“Me casaré contigo para siempre,
me casaré contigo en la justicia y el derecho,
en la ternura y el amor;
me casaré contigo en la fidelidad,
y tú conocerás al Señor” (Os 2,21-22).
La salvación está en el «Emmanuel» (Is 6-12). En continuación con la explicación anterior, el Libro
del Enmanuel del profeta Isaías es reflejo de una «contestación» interna. Dios
va a intervenir, pero de una forma inesperada y se va a mostrar en unos signos
totalmente desconcertantes[iv].
-
Primer signo: la
virgen está encinta. La gran paradoja.
-
Segundo signo: Ha
nacido un niño. ¡Hay futuro!
-
Tercer signo:
brotará un renuevo del árbol de Jesé. De lo que no cuenta, Dios saca vida.
La salvación está en el «resto» de Israel.
Isaías pone a uno de sus hijos «un resto volverá» (Is 7,3). La finalidad última a la que tiende el plan divino es la
salvación; no para todo el pueblo, sino sólo para una parte, llamada
"sagrado resto". En el fragor de la guerra siro-efraimita Isaías
recogió en torno a él a un grupo de fieles que se adhirieron al mensaje de
Yahvéh. Asiria diezmará al pueblo, pero sobrevivirá un Resto, que se apoyará
sobre Yahvéh y no sobre los extranjeros.
"
Aquel día, el resto de Israel,
los
supervivientes de la casa de Jacob,
dejarán
de apoyarse en su agresor,
y
se apoyarán con lealtad en el Señor, en el Santo de Israel.
Un
resto volverá al Dios fuerte, un resto de Jacob.
Aunque
fuera tu pueblo, Israel,
como
las arenas del mar,
sólo
un resto volverá.
La
destrucción está decidida, ninguna injusticia hay en ella.
El
Señor llevará a cabo en todo el país
el
exterminio que ha sido decretado" (Is 10,20-23).
Son los humildes del pueblo
los que durante opresión confían en el Señor y esperan en Él. Saben que su
futuro no depende de los ejércitos que arrasan aunque prometan un futuro de
gloria, sino que el futuro sólo es de Dios: "Señor, apiádate de
nosotros, que esperamos en ti; sé nuestra fuerza cada mañana, nuestro socorro
en tiempo de aflicción" (Is 33,2).[v]
Pasando de los Sinópticos a san Juan descubrimos la
identidad de Jesús en el hombre ajusticiado ante Pilato. El tribunal del
Imperio romano proclama y regala al mundo una sentencia fundamental cuando
dicta su veredicto sobre Jesús: «He aquí al hombre» (Jn 19,5). Esta afirmación
traspasa lo anecdótico para ser revelación de la verdad de Jesús y una verdad
de alcance antropológico.
El «hombre» no se manifiesta en Adán, desobediente a Dios
y seducido por la tentación, sino en Jesús, transparencia del amor entregado y
de la obediencia:
‘El misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre,
era figura del que había de venir, es decir, de Cristo nuestro Señor. Cristo,
el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y descubre la sublimidad de su
vocación’ (Gaudium et Spes 22).
La
negatividad humana es una losa tan pesada, tan insoportable de llevar, que no
se puede bromear con ella. ¿Acaso todo el proyecto de amor de Dios, de creación
del ser humano, de llamarlo a la vida, se puede diluir en la muerte? San Pablo
nos recuerda que Cristo es la primicia de los que han muerto, que ha roto las
ataduras de la muerte y que nos abre las puertas de la vida eterna.
La
epístola a los Romanos recuerda cómo en Adán el ser humano participa del pecado
y de la muerte: “Por un hombre entró el pecado en
el mundo, y por el pecado la muerte (…) 13 Pues ya antes de la ley
se cometían delitos en el mundo, pero cuando no hay ley, el delito no se toma
en cuenta; 14 sin embargo, la
muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no habían cometido
un delito como el de Adán, que es figura del que había de venir. (Rom 5,13-14)
Por encima de Adán está la obra salvadora de Dios en
Cristo. Pablo hace una confesión de fe en un Cristo que es horizonte de
salvación para todo hombre: “(Cristo
Jesús) fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra
justificación” (Rom 4,25).
Este es su evangelio, su buena noticia. 15 Pero el delito de Adán no
puede compararse con el don de Dios. Si por el delito de uno solo murieron
todos, con mayor razón el don de Dios, ofrecido generosamente por un solo
hombre, Jesucristo, se concede más abundantemente a todos. (Rom 5,15)
Es verdad que cada persona es libre para decidir qué
quiere hacer con su vida. No estamos sometidos a ningún «destino fatal» que nos
esclavice. Por eso Pablo a los romanos les pide que tomen una decisión: por el
pecado/muerte o por Dios/salvación: “Si obedecéis al pecado terminaréis en la
muerte y si obedecéis a Dios, en la justicia” (Rom 6,16).
[i] Cf. A. Bravo, El evangelio, fundamento de la espiritualidad sacerdotal (san
Sebastián 2004), Idatz, Gentza 17, p. 36
[ii] Cf. A.
Bravo, El evangelio, fundamento de la
espiritualidad sacerdotal (san Sebastián 2004), Idatz, Gentza 17, p. 39.
[iii] Cf. Dt 8 No harás ídolos ni imagen tallada alguna de cuanto hay arriba en los
cielos, abajo en la tierra o en las aguas subterráneas. 9 No te postrarás ante
ellas ni les darás culto, pues yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso. (Dt
5,8-9)
Ésta será vuestra conducta con ellos: derribaréis sus
altares, romperéis sus estelas, abatiréis sus cipos y quemaréis sus
ídolos. 6 Porque tú eres un pueblo
consagrado al Señor, tu Dios. El Señor, tu Dios, te ha elegido para pueblo suyo
entre todos los pueblos que hay sobre la tierra. (Dt 7,5-6).
[iv] El profeta Isaías recoge la predicación de Natán.
Afirma que Dios no puede apartarse de la casa de David. El nacimiento de un
niño "Emmanuel", ¿no es acaso un nuevo signo de esta gracia de Dios?
Pase lo que pase, dice Isaías, siempre quedará un resto, un vástago que podrá
germinar de nuevo. Esta profecía de Isaías, que históricamente intenta sostener
una realeza que se bambolea, un pueblo desesperado, tendrá una influencia
decisiva para las esperanzas judías en un mesías de la estirpe de David.
A la casa de David Dios hizo extraordinarias
promesas por medio del profeta Natán (2 Sam 7,1-17). El legítimo jefe de
Jerusalén es únicamente el descendiente de David (Is 7,9).
El reino del hijo de Jesé será establecido y
fortalecido para siempre: "Dilatará su soberanía en medio de una paz sin
límites, asentará y afianzará el trono y el Reino de David sobre el derecho y
la justicia, desde ahora y para siempre" (Is 9,6).
[v] Isaías inaugura el evangelio
del pequeño número de los elegidos y Pablo lo retoma para su teología: “Isaías clama sobre Israel: «Aunque el número de los
israelitas fuera como la arena del mar,
sólo un resto se salvará»” (Rom 9,27). Un poco más adelante,
en la misma carta a los Romanos retoma el argumento: “Pues así también en el tiempo presente Dios ha elegido generosamente un
resto” (Rom 11,5). La teología del «resto», que no del «residuo», es
profundamente bíblica y profundamente cristiana.
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