09 junio, 2016

GUSTAR A DIOS: Salmo 139



            Dios no es un «problema del intelecto». No es posible ni explicarlo en una pizarra universitaria, ni captarlo en una fotografía de alta definición. Dios no se deja «atrapar», pero se puede «gustar», «saborear». Unas veces el «regusto» que deja en los sentidos y en la memoria es dulce, otras amargo. Los  salmos recogen esta experiencia única, y real, de «haber gustado» a Dios. El salmo 34 al hablar de que Dios «escucha» y atiende a su pueblo, contiene esta conocida frase: ‘gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él’ (Sal 34,9).
            El ser humano puede ser protagonista de una experiencia religiosa, aunque no sea capaz de ponerle nombre. Es la experiencia de saberse «habitado por otro»; de saberse «sostenido por otro»; de saberse «sobrepasado por otro», «envuelto y abrazado por otro». No es una experiencia de miedo, sino de ser consciente de que tu intimidad, por grande que sea, la conoce otro; y la conoce incluso más que tú mismo. La experiencia de que todos tenemos una vida externa es evidente, pero es la experiencia de que todos tenemos, en mayor o menor medida, una vida interior. Que quizá no la hemos desarrollado, no la hemos cultivado, no nos hemos puesto a la escucha, pero que existe.
            Para los creyentes ese «otro» es Dios, al que deseas, pero que no terminas de dominar. Al que intuyes, pero no terminas de percibir; al que buscas, pero no terminas de encontrar. La experiencia de Dios necesario y cercano, y a la vez totalmente otro, la refleja muy bien el salmo 139. Es un salmo para todos, creyentes y personas que están en búsqueda, pero que sienten «susurros» de Dios en su vida.
            Comienza con una constatación de la intimidad que supone una relación con Dios: «sondear», «penetrar», «estrechar». No es solo un conocimiento de memoria, de libro, sino de experiencia que no se busca y que aparece: «me conoces», «sabes», «distingues». Es una experiencia total, global, que llega hasta lo más íntimo; que uno mismo no es capaz de dominar: «me sobrepasa», «es sublime y no lo abarco». Esta experiencia lo la llamaríamos «fontal», porque nos conecta con nuestra «fuente» más profunda, que bebe en Dios. Una experiencia «envolvente», pues no podemos abarcarla. Una experiencia «paradójica», pues a la vez es familiar, conoce las sendas, y a la vez es sublime.

1b        Señor, tú me sondeas y me conoces;
2          me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
3          distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
4          No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
5          Me estrechas detrás y delante,          
me cubres con tu palma.
6          Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.

            En un segundo momento, el orante expresa este deseo de desasimiento, casi de desgarro, de no querer que esta experiencia vaya contigo a todas partes. Sin embargo, es imposible, porque está «grabada» como una «huella indeleble» en el corazón. No es cuestión de «huir», de «correr», de «esconderse». El que quiere evitar la luz es porque algo teme. El que quiere esconderse es porque hay aspectos de su vida que no quiere que se conozcan. Sin embargo este deseo de «ocultación», de «pérdida» en el «anonimato» es imposible ante Dios. Él es nuestro compañero de camino, nuestra sombra en los días del sol, y nuestro descanso en las fatigas del camino. Va con nosotros. La cuestión está en cómo vivimos esta experiencia profunda, íntima, personal, delicada, suave y fuerte a la vez.


7          ¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
8          Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
9          si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
10        allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
11        Si digo: "que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí",
12        ni la tiniebla es oscura para ti,
La noche es clara como el día.

El orante no cae sin embargo en la desesperación, o en la locura, o en la violencia. Este saberse «habitado» por otro, que no es él mismo, sino Dios en él, hace que «dé las gracias». Primero reconoce humildemente que es «criatura»: has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Luego pasa al agradecimiento. No es una experiencia fácil, pues hay muchas personas que no se sienten deudoras de la acción creadora de Dios. La autosuficiencia cierra el paso a la alabanza al creador.

13        Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
14        Te doy gracias porque me has escogido portentosamente,
porque son admirables tus obras;
15        conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.

Más difícil es aún comprender los versos siguientes en nuestra cultura. Para unos, los más racionales que no admiten una relación con Dios, porque no admiten un Dios personal, rechazan que Dios tenga algo que ver con la historia personal de cada uno de nosotros: «Si Dios existe es su problema», podrían decir de forma cáustica. Para otros, más crédulos con el mundo de las fuerzas atávicas y cósmicas que nos gobiernan (el «fatal destino», el «fatalismo», que no es Dios), querrían ver aquí la confirmación de sus creencias. Sin embargo, para el creyente bíblico, la experiencia es que Dios no tiene un antes, y un después; Dios no está sujeto a los minutos y a las horas. Su «ahora» es un presente que no concluye; su «hoy» es una presencia del momento salvífico. El orante se siente desbordado por Dios, que lo sabe todo, pero que a la vez cuenta con él en su vida personal, libre y autónoma.



Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
16        tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días antes que llegase el primero.
17        ¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto!
18        Si me pongo a contarlos, son más que arena;
si los doy por terminados, aún me quedas tú.(…)

El orante concluye, admirado, con una petición humilde. Ya no es una afirmación como al principio, sino una súplica: «sondéame», «conóceme», «ponme a prueba». Concluye, como no podría ser de otra forma en un texto orante de la tradición judía, con una súplica para que le lleve «por el camino eterno».

23        Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
24        mira si mi camino se desvía,

guíame por el camino eterno.

IMPORTANTE: Esta tercera entrega es un fragmento de un trabajo que estoy haciendo sobre los salmos. El comentario al salmo 16, 'Confiar cuando en nadie se confía', sigue siendo la entrada más exitosa de este blog. Esto me ha llevado a seguir por este campo de la oración bíblica.

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